La niña A, de dos años, dice algo que puede más o menos transliterarse como “peshosha”, forma que no da fé de la ligera oclusión de la lengua contra el paladar, en una posición que imagino cercana a la que debe asumir durante la ejecución de una “ñ”, y que la niña intercala entre la “p” y la “e”. Tampoco da fe esa transliteración de la forma cerrada de la “o”, que sintetiza la “i” que ha desaparecido de su lugar luego de la primera “s”.
Que, aún indescriptible, suena adorablemente tierna esa pronunciación infantil, eso.
Y el niño B, el hermano, el mayor, destinatario del elogio, adopta un aire pedagógico y afirma: “no, vos sos preciosa. Yo... yo soy precioso”.
Como cada vez, entonces, sonrío de esa forma que le dicen "para mis adentros" y me doy cuenta, de vuelta, que los amo.
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