19 noviembre, 2013

De la evangelización
(estados de Facebook)


Explicar qué le gusta a uno e intentar convencer a los demás de por qué deberían también apreciarlo, es (IMHO) desplegar un teoría estética, una teoría de la cultura y una teoría de la significación.

Si usté cree que el valor de una obra equis es inmanente a la obra, intentará someter al destinatario de su esfuerzo a un proceso de "inmersión": agotará ejemplos, citas. Su estrategia será la ostensión.

Si usted cree que el valor de una obra está en su forma y su construcción, exhibirá retazos, fragmentos y explicaciones. Su estrategia será el análisis.

Si, en cambio, usted cree en el valor social del arte, se dedicará más bien a exponer las circunstancias de su manufactura. Su estrategía será la argumentación.

Si cree en el genio, abundará en biografías y psicologismos. Su estrategia será narrativa.

Si usted cree que el arte es la expresión del espíritu del tiempo, del cual su generación es el protagonista privilegiado, fatigará anécdotas, indagará memorias. Su estrategia será la crónica.

Si cree que el arte es la revelación de lo inconciente, de la ideología o de cualquier otra cosa "subyacente", saldrá a la pesca de lapsus, corregirá metáforas y metonimias (puesto que usté les asignará su significado *verdadero*), seguirá el rastro de los significantes. Su estrategia será la hermenéutica.

Si, en cambio, usted cree que el arte vale en la medida en que es la vanguardia de tal o cual sujeto histórico (el proletariado, la raza, los trabajadores, la nación, el género) referirá hechos, señalizará hitos, procurará batallas, plantará banderas. Sus estrategias serán la epopeya casi siempre, la hagiografía muchas veces y la vehemencia demasiado frecuentemente.

Tal vez crea que el arte es el registro de un proceso de evolución, de los vaivenes del despliegue de algo que está en el origen y se dirige a un destino. En ese caso, anotará tradiciones, identificará escuelas, establecerá filiaciones, compondrá taxonomías. Su estrategia será la genealogía.

Pero quizás crea que una obra vale por la ocasión de gozo que presenta, organizará una fiesta, abrirá su casa, prepará una comida, bailará. Su estrategia será la hospitalidad.

Y si cree que el arte es la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar), tal vez intente poetizar.

Es decir que al final, si usté cree que una obra vale por la posibilidad de decir que cada vez inaugura, hará muy probablemente un poco de todo lo que vengo diciendo, en diferentes mezclas y combinaciones, según su temperamento, pero sobre todo se preguntará ante cada signo para qué le sirve y copiará, combinará, transformará.

Curiosamente, su estrategia será ofrecer al destinatario de su esfuerzo, más obras.

29 septiembre, 2013

Nota al pie, según Piglia

Seis años después de este post, vengo a consignar que en la primera entrega del programa Borges por Piglia, emitido por estos días por "la televisión pública", Ricardo Piglia asegura que sí, que Walsh organizó mañosamente el texto de Nota al pie para que la nota se imponga paulatinamente al cuerpo del relato...

17 septiembre, 2013

Chiquitina

Es domingo. Como suele hacer, mi chiquitina se despertó temprano, la primera. Curiosamente, me pidió de bañarse. Así, mientras ella se baña y sus hermanos duermen, yo me preparo un mate y me siento a desayunar. La escucho cantar. A mi chiquitina le encanta cantar. Entonces me asalta una fantasía, una especie rara de melancolía prospectiva. Me imagino viejo, terminantemente viejo, pongamos setenta y tantos años, vaya a saber si recibiendo a mi chiquitina, para entonces una mujer madura, en una casa mía o estando yo de visita en su casa, sentado en una silla, en la cocina, tomando mate, y, mientras ella hace los que sean entonces sus quehaceres, se pone a cantar y al escucharla cantar yo recordaré estas mañanas de domingo en que mi chiquitina cantaba bajo la ducha, jugando, y yo tomaba mate o me sentaba a escribir estos ejercicios de nostalgia prospectiva. Será una tristeza mansa, casi feliz. Eso espero.

12 septiembre, 2013

Un Zarathustra cimarrón y vernáculo...

Qué les voy a decir: por lo general, me olvido de este blog. Sigue su curso de electrones y flota medio a la deriva.

Pero que esté como en animación suspendida no significa que esté muerto: digamos que está esperando volver, como se dice de los espíritus, en un cuerpo nuevo.

Dicha la cursilería, comparto con los que siguen por ahí y que tan bien nos acompañamos cuando estos bares eran más animados, como con los que pasan a curiosear en esta tapera, la novedad de que tal vez esa idea del "cuerpo nuevo" no esté tan fuera de lugar: tengo la fortuna de que algún escrito de por aquí vaya a ser parte del catálogo de la Editorial Funesiana. Qué me contursi??

Ya les contaré.

Gracias por todo.

10 junio, 2013

El don II

La historia del libro que voy a contar empieza, si no antes, en La Plata. Antes de su factura material, comenzó a ser deseado e imaginado allí. La parte que corresponde al papel y la tinta, se concreta en Barcelona. En el medio, claro, un viaje, una escritura, muchos años. Luego, dos amigos se encuentran a compartir un asado a la argentina en una terraza del Gótico. Hablan poco de los viejos tiempos y bastante más de las urgencias de la edad. El libro pasa de manos, junto a otros tres ejemplares. Vuela en la bodega de un Boeing hasta Buenos Aires, y de allí, nuevamente a La Plata. Las historias de libros que me gustan son morosas y suponen involuntarias esperas: pasan meses hasta que el amigo mete el libro en un sobre. Lo lleva consigo en su diario trajín a Buenos Aires y desde allí lo despacha en encomienda a la lejana Patagonia. El correo jura y perjura haber intentado la entrega y haber dejado el correspondiente aviso, nunca advertido por el destinatario, que meses después pregunta por el libro. Lo rastrean. El paquete fue devuelto al remitente, que tampoco advirtió el correspondiente aviso. A pesar de haber sido despachado desde Buenos Aires, el libro espera (esperamos que aún espere) en una sucursal del correo de las afueras de La Plata. Allí irá el amigo a buscarlo, si aún está, y no volverá a despacharlo, sino que lo guardará: el tercero vendrá por él desde el Sur en unos meses, para concretar por fin en La Plata el encuentro con un libro que fue soñado en esa misma ciudad, donde los tres amigos se conocieron, y que le está dedicado.

23 mayo, 2013

La caída de Tokio

"...cada cual tiene un trip en el bocho, difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo...'

Tomados de la mano dimos el paso.

Saltamos apenas un pozo más que nada nominal y ya del otro lado nos volvimos con nostalgia, pero seguíamos tomados de la mano.

Vimos a Tokyo desplomarse en silencio, mudo, "como leones ciegos".

Vimos la lava devorar las avenidas y achicharrar a los autos como caracoles y a los caracoles evaporarse como cabecitas de fósforos. Vimos amapolas y azahares abrazarse de júbilo, aferrarse a los muros y acariciar el musgo y la hiedra.

Vimos humo huir de Tokyo, perseguido por vapor y exhalaciones. El humo se dobló, rozó el vapor y burló a las exhalaciones. Corrió, se dispersó, ensambló los dedos de las manos como un sabio japonés que no espera nada. El vapor se coló de a poco, hasta quedar despegado, desdoblado, desmedido.

Se hizo agua el vapor y la lluvia les lavó los pies a las amapolas.

Llueve con ganas, a veces. Otras veces parece que fuera a morir un tigre o incendiarse una pagoda. Llovió con ganas, aquella vez.

Ganas de golpear tambores.

Las amapolas agradecieron el baño con flores de dos metros (o tres) y los azahares buscaron el sol con notorio esfuerzo, que les hinchó las mejillas blancas hasta que las venas verdes parecían avenidas.

Ni una rata murió en la tormenta (saben pararse en el lugar exacto donde no cae la lluvia, puesto que es sabido que las gotas caen siempre en el mismo lugar).

Los perros vergonzosos, en cambio, corrieron por los pasillos y las escaleras y con los rabos muy cerca del suelo fueron muriendo de a uno, de a dos, nunca de a tres.

Amarillas máquinas despejanieve los apilaron.

Un alma piadosa arrojó un caracol encendido que prendió como un rumor en las uñas resecas, en los dientes picados.

Lo vimos todo, tomados de la mano.

Giramos sobre un pie (el derecho yo, el izquierdo vos) y nos alejamos del pocito nominal que se estaba llenando de lava o de lluvia, según quien de nosotros se volviera a mirar.

18 marzo, 2013

Érase una vez un restorán

-Un irlandés con poca crema.

Fue decirlo y comprender que estaba empezando a convertirme en un personaje. ¿Cuántas veces puede uno llegar a un bar, sentarse solo en una mesa, sacar un libro de la mochila, esperar al mozo y repetir la misma orden?:

-Un irlandés con poca crema.

No creo que hagan falta muchas repeticiones. Mucho antes de que el mozo empiece a preguntar:

-¿Lo de siempre?

ya sabe que uno es “el que viene a tomarse un irlandés con poca crema y leer un libro”.

El pedido contiene el rasgo de capricho (“poca crema”) que enseguida le permite al mozo recortar una individualidad, aunque más no sea negativamente, “qué hinchapelotas”. Recorte al fin.

Y creo que no digo esto por deseo de ser reconocido, individualizado, sino porque trabajé casi diez años de cafetero y aún recuerdo a la que pedía el exprimido “colado, sin pulpa”, o al que pedía un café con leche “primero la leche”. O el del whisky con hielo, “pero el hielo traelo en un vaso aparte”. Y la de la fanta con crema, toda ella inexplicable.

Esas personas se convierten en personajes, individuos. El personal los vé venir y los identifica. Si sus costumbres son muy regulares, sirven para puntuar el tiempo indiferenciado de la jornada laboral.

Me acuerdo que había uno que venía a cenar un rato antes del cierre, cuando ya no quedaba nadie en el salón. Era el dueño de otro restorán. La patrona del nuestro consideraba eso una suerte de halago. Curiosamente, no recuerdo qué solía pedir, pero recuerdo que su presencia marcaba el fin de la noche: si él estaba cenando en nuestro salón era porque su restorán, uno de los más importantes de la zona del puerto, ya había cerrado.

Se sentaba en una mesa rinconera, cerca de la barra. Cada noche invitaba a uno distinto de sus empleados. Tomaba vino, blanco, de eso me acuerdo porque yo era el que servía las bebidas. No esperaba a que el mozo se acercara; ordenaba desde la mesa, en voz bien alta, directamente a la cocina, como si fuera el patrón y con aire de saber cómo se cocina el bacalao; nunca más apropiada la expresión.

Su presencia significaba un riesgo. Si otro comensal llegaba en ese momento, era una descortesía contraria a la cultura de la casa negarse a atenderlo y en ese restorán estábamos orgullosos de atender a la antigua. Había reglas de cortesía estrictas: en sus tiempos muertos, los mozos debían mirar siempre hacia las mesas, por ejemplo. Es el día de hoy que me resulta irritante ir a un bar o a un restorán donde los mozos se acodan en la barra, de espaldas al salón, obligándote a los malabares más ruidosos para llamar su atención y pedir el postre.

A veces sucedía que el salón quedaba vacío temprano, antes de la hora de cierre habitual. Esas noches, los empleados rogábamos que nadie entrara sobre el límite de la hora, porque la política de la casa era esperar a que se retirara el último comensal para poder cerrar. Lo peor eran las parejas. Y si se sentaban en una mesa a pelear, sabíamos que la noche podía hacerse interminable. Dos cafés eternos y escenas de llanto son corolarios indigestos para una noche agitada.

Pero por suerte este hombre dueño de un restorán del puerto que llegaba a cenar cuando todos ya se habían ido nunca se demoraba más de lo necesario y nos hacía saber que sabía que estábamos esperando que se fuera para poder ir a descansar. No recuerdo si dejaba propinas. Debía de hacerlo, porque los mozos lo atendían de buena gana. Saludaba a todos al salir, con una sonrisa satisfecha y un “gracias por todo” que sonaba sincero. Era un modo amable de terminar la jornada.

Ahora soy yo el que está pasando regularmente por un café, el mismo cada vez, las tardes escasas pero no improbables en que el tiempo por venir no se puebla de expectativas, y se sienta a repetir una costumbre, una manía.

Me pregunto si llegaré a habitué y si llegará el día que el mozo me diga: “¿lo de siempre?”.

14 febrero, 2013

"No conviertas un problema científico en una historia de amor", le dice el Dr. Snaut a Kris Kelvin, que espera la resurrección de su visitante, en Solaris, de Tarkovski...

16 enero, 2013

Lo humano inconmensurable

Arno Farías ama cantar. Se le nota, quiero decir. Uno lo ve cantar y nota que se está divirtiendo. Canta verdaderamente muy mal. O muy feo. En realidad, no podría decir que canta mal porque, en principio, da las notas. Arno Farías es afinado, quiero decir. Pero coloca la voz en un registro chillón e imposta un tono desprolijo. Digamos que juega al anticantante. Pero es divertido. Y transmite la alegría de cantar. Arno Farías es dionisíaco.

Uma no podría nunca apreciar el arte de Arno Farías. Ella es apolínea. Ama el deporte y la competencia. Cuida su indumentaria, su vocabulario, su “presencia”. Le gusta saberse entre los ganadores. Uma es competitiva. Si escuchara (cosa que nunca hará) la música de Arno Farías, se declararía indiferente, o, simplemente, lo despreciaría.

En eso se parece a Adela. Para Adela la excelencia es divisa. El arte de Arno Farías sería para ella un gesto pueril. La técnica, Arno Farías, el rigor, Arno Farías, la forma, Arno Farías, diría Adela.

Para Arno Farías, Adela y Uma serían dos putas estiradas. Porque todas las mujeres son putas, diría Arno Farías, más que nada para irritar. Porque él es así de rebelde. El tema es, explicaría Arno Farías, que hay algunas putas que se llaman a sí mismas “modelos” o “esposas”.

Para Adela y Uma, Arno sería un bruto, o un inmaduro. A Adela, hablando de música, le gusta Mozart. A Uma, Peter Gabriel. Son pretenciosas y se consideran parte de una aristocracia de la sensibilidad que se adorna con las mejores galas de los cánones establecidos.

Para Arno Farías no hay mejor música que la que hacen sus amigos. ¿Y por qué va a ser? ¡Porque son sus amigos!

Al contrario, Adela y Uma tratan de ser amigas de los que hacen la mejor música. Como verán, Uma y Adela me resultan antipáticas. Eso no es signo de nada bueno ni de nada malo. Es sólo que yo también soy dionisíaco.