22 octubre, 2007

Ni siempre ni nunca

¿Falta mucho para el Plaza?- preguntó la vieja, sin subir al colectivo, desde la calle.

-Viene atrás -le contestó el chofer, y alcancé a oírlo. La novedad me causó malestar. "Siempre viene atrás. Si no pasó ya, no puede ser de otro modo: viene atrás". La vieja, que había preguntado por el tiempo y no por el espacio, volvió a subir al cordón, satisfecha. Me miró como miran las vacas que esperan la crecida del río atrapadas en el fango del lecho. La miré con indiferencia mientras recuperaba su lugar en la fila.

"Siempre viene atrás", pensé otra vez. Y la frase se me pegó en el fondo del cráneo con la misma insistencia con que permanece allí grabada la imagen de un pedestal vacío que adorna la plazoleta de la parada. "Nunca hubo una estatua sobre ese pedestal", pensé enseguida.

Recuerdo que mi hermana me escuchó usar una vez la palabra "siempre". "Siempre y nunca son palabras atroces: nunca es siempre, nunca es nunca", me dijo, enojada, terminante, como si yo hubiera faltado a un fundamental acuerdo y ella estuviera recordándomelo. Pienso en palabras atroces; acabo de usar más de una.

Insisto: recuerdo que ese pedestal ha estado vacío desde que noté su presencia. ¿Es eso mucho tiempo? Y supongo, puesto que nada de eso pasa en este momento, que recuerdo a mi hermana, a una mujer un poco más joven que yo en la que pienso ahora como mi hermana, reaccionando ante mi uso de la palabra "siempre". Ahora no es siempre, ni nunca. Quizás la que pienso que es mi hermana tuviera razón y algo esté fallando en la pantalla de mi mente. Sé que los choferes del Las Casas, del Industriales, del Puente Angosto, dicen que el Plaza viene atrás. Lo sé en este momento, de eso no tengo dudas. Si yo no tuviera en el fondo del cráneo grabada la imagen del pedestal vacío, eso me hubiera bastado cuando lo dijo el chofer y me habría quedado tranquilo en mi lugar de la fila, con la expresión de las vacas que esperan la crecida. Tal vez no fue sino que acababa de ver el pedestal vacío y en realidad no hubo nada que pudiera llamar un recuerdo, si un recuerdo es algo que viene a ocupar el lugar de otra cosa que ya no está. Después de todo, hoy o siempre, lo mismo da, el Plaza viene atrás.

Llegó el Plaza. Mientras la vieja levantaba el brazo para indicarle que parara, llamó mi atención un tipo que escapaba escapaba del bar al otro lado de la calle. Eso no está pasando ahora: ahora, que no es siempre ni nunca, lo recuerdo.

12 octubre, 2007

Tres pasos. Hasta los dientes

La musicalidad, las partituras, las traducciones:
"...the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta."
Uno puede ponerse a explicar qué se dice en ese párrafo, abundar en su significado, que es sobre la lengua, un paseo, tres etapas, los dientes. Alguien podría pensar que eso es traducir ese párrafo. De alguna manera, lo es, indudablemente. Enrique Tejedor, traductor de la edición de Grijalbo, recoge el guante: "la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.".

Pero uno puede, en cambio, detenerse a escuchar en la versión inglesa eso que el lado analítico del cerebro llamaría "aliteración" y descubrirse inmediatamente repitiendo "lo-lee-ta" para escudriñar los tres pasos.

Puede entonces volver a leer la oración y sentir la lengua golpear todas y cada una de esas tes secas, esas zetas húmedas, esas lúbricas erres, escuchándolas con la parte de adentro de los tímpanos, respirando los acentos y las pausas de la frase, imaginando como podría sonar: "the TIP of the TONgue - TAking a TRIP of THREE STEPS down the palATE - to TAP - at THREE - on the TEETH - Lo - Lee - Ta".

Y entonces, a partir de la musicalidad, de la sonoridad de la frase, pasar a darse cuenta de que está moviendo la lengua. Uno empieza Lolita deteniéndose a sentir su propia lengua.

En la segunda oración de su novela y de un solo saque, Nabokov hace al lector paladear el nombre "Lolita".

Qué hijo de puta, este Nabokov.

08 octubre, 2007

Bam

Y fue entonces que se oyó en la noche un estallido o un disparo o no sabemos qué. Sonó fuerte y claro, aunque a lo lejos, y nos despertó. Después, nada. Lo siniestro de esos ruidos en la noche, estallidos o disparos, no sabemos qué, es el silencio que les sigue. Si al menos alguien gritara, si al menos alguien corriera, si alguien se riera a carcajadas. Pero, en los baldíos que orillan el arroyo, brotan de la nada estos estallidos, sin anuncios, y después, otra vez, la luna y los eucaliptos. Ni los perros hinchapelotas ladran. Nos quedamos en la cama, entredormidos, esperando una señal. No sabíamos si alguien había sido asesinado, si alguien se había suicidado, si había reventado una garrafa o si explotaban petardos en la fiesta más grande del mundo. "Fue un tiro", murmuré. Un tiro único y suficiente. La duermevela no puede prolongarse demasiado. Pasado un rato, ella a mi lado se ha dormido. El silencio de la noche es rotundo y límpido. Al rato, me duermo yo.

05 octubre, 2007

Nota gramatical

Acabo de reparar en que la primera persona del presente del indicativo de los verbos "mentar" y "mentir" son morfológicamente indistinguibles.

02 octubre, 2007

Cataplum

"Las tartas de nata golpean plenamente gracias
a tres cualidades inéditas y propiamente filosóficas.
Son azucaradas. Son opacas. Son blandas.
Nos alcanzan en lo que consideramos bueno, verdadero y bello."

Roser Berdagué traduce el
"Elogio de la tarta de nata",
de
André Glucksman,
en La estupidez.


Me pasa, a veces, que alcanzo a darme cuenta de que he caído en la estupidez. Es algo que no me sale decir sino así: "he caído", en perfecto compuesto, el tiempo que, dicen, en nuestra lengua, conecta el pasado con el presente. Algo ha pasado y mete sus patas en el ahora. Nunca podría decir "me doy cuenta de que caigo" en la estupidez. No sé, se me antoja que por definición es algo que no puede estar en la conciencia en el momento en que pasa. Mucho menos puede anticiparse. Tampoco, entonces, podría decir "caeré en la estupidez". Eso me permitiría conjurarla, tal vez. Pero la estupidez es fatal, y para cuando me doy cuenta, ya ha acontecido. (Hay un payaso en medio de la pista. En la barahúnda, una torta de crema lo sorprende realmente y le estalla en la cara. Para volver a su papel, escoge caer al suelo aparatosamente, patas arriba, los zapatotes rojos. El público ríe, aplaude, silba, grita, se compadece, se mofa; las reacciones del público son tantas. Terminado el número, el payaso se incorpora. Dirige la vista al lugar donde ha decidido imaginar al destinatario del gesto y, tocando el ala de su sombrero, hace una pequeña reverencia; lo escucho incluso murmurar "chapeau". Después, con la mayor dignidad de que es capaz, abandona la pista. En su carromato, se despinta la cara y mira en el espejo, durante todo el tiempo que dura el tiempo presente, su humanidad desvencijada).

01 octubre, 2007

"Dado que no existe estupidez que no nos sea imputable, la preocupación de estudiarla se ve contrarrestada por la de protegerse contra ella, y allá cada uno (...). En esta materia, los más expertos se quedarían en perfectos ignorantes si no hubieran estado a punto de perderse en cuerpo y alma, por su propia cuenta y riesgo, en dudosos combates y singulares afrentas. El cauteloso elogia la estupidez de su oponente (...); pero sólo aquellos que, por su cuenta y riesgo, la han paladeado, la reconocieron íntima, susurrante, la beben salobre, valoran sus sortilegios y su sabor."

André Glucksman, La estupidez, 1985.

Nota: Roser Berdagué, autor de la versión española que infielmente transcribo, traduce no sé que palabra francesa por "zotes", la cual yo, a los fines de mejor apropiarme del texto, reemplacé por "ignorantes". Sin embargo, "zote", tiene matices que "ignorante" no tiene. Poroto para Berdagué.