Arrastro tantos muertos, tantos cuerpos muertos en el propio cuerpo, tanto cadáver encima y amontonado, que la vida pesa de puro agobiada, sometida al esfuerzo bruto de arrastrar: los pesos muertos. Pero no puedo desprenderme de los cadáveres de ensueño o pesadilla. No puedo abandonarlos a su suerte (suerte de disolución la perra suerte de todo cuerpo, a la inmundicia de la intemperie o en la púdica intimidad del féretro). Ellos aún están tibios, aún no hieden, y son el testimonio de tanta cosa viva y caliente que ahora no está y sin embargo se siente, como si estuviera presente y es apenas recuerdo o sombra o velador velando, el que vela y se queda sin embargo: no se puede o no se trata. Sobre todo eso: no se trata, ni siquiera intento desprenderme de los cuerpos. Si ellos se fueran, si ellos partieran a su suerte, ¿qué sería de mí sin su recuerdo? Acaso sean el lastre que me mantiene en tierra, que frena mi levitación: después de todo, una disolución del cuerpo en el espacio, hacia un cielo fértil o imaginario, lugar donde habita Dios, y la abuelita y a donde se van los perros y a donde se fue el gato. El cielo, eso que ya sabemos: el lugar donde les dicen a los niños que están los muertos.
Allí irán si los suelto.
Entonces los duelo. Los llevo conmigo a todas partes por que no sé adónde estoy si me los dejo, toda la noche despierto, porque dormir es morir un poco y ellos son testigos de que yo soy el que los velo.
3 comentarios:
Tremendo texto, Pablo. Hay que leerlo en voz alta, además, para captar la música que hay ahí.
Gracias, Vero!!!
(desamurallando, mi estimada)
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