I
Dice la crónica que el sujeto comenzó un día, con firme convicción, el proceso de desmontarse pacientemente. Le costó sudor y lágrimas, pero finalmente tuvo sobre la mesa un desparramo de piezas sueltas, inconexas, y no supo qué hacer con ellas. Las miraba, les estudiaba los bordes y ponderaba los encastres, pero las muy putas se negaban a amalgamar para constituir un todo del cual dar razón. Desmontarse uno mismo es una empresa de riesgo, porque no hay manual de instrucciones para recomponerse, no hay PDFs al respecto ni en la web ni en las redes peer to peer. El sujeto quedó solo frente a la mesa, cual turco en neblina, cual perro en bote o cancha de bochas, notando que ciertas piezas parecían sobrar, que otras se habían perdido, que otras nunca estuvieron y hubieran sido bien necesarias. Eso: que a veces uno siente que se desmorona como una catedral de hormigas y que los bichitos (colorados, negros, culones o no, qué mas dá) se deseperan por lograr de vuelta una ilusión de unidad, una forma reconocible, un atado de algo.
II
Parece ser que en alguna selva de un lugar inundable, pongamos que sea el Amazonas, hay unas hormigas que establecen sus hormigueros en los huecos de los árboles. Lo peculiar de estas hormigas es que, cuando en una crecida del río el agua alcanza el hormiguero, los bichos, de un color anaranjado muy brillante, se prenden unos a otros formando una especie de balsa y se dejan arrastrar por la corriente, llevándose reina, huevos y crisálidas. Las obreras que quedan debajo del montón, metidas en el agua, se esfuerzan por escapar hacia la parte de arriba, otorgando al conjunto un aspecto inquieto e inestable. Y ahí va la balsa de hormigas, a la deriva en medio de la inundación, cambiando agitadamente de forma como una ameba nerviosa, hasta que toca algún tronco que sobresale del agua. Las hormigas se prenden al tronco y la balsa se descompone súbitamente en minúsculas y numerosas partículas, ya no balsa sino un montón de hormigas que buscan el hueco donde fundarán su nueva colonia.
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