Recuerda. Una vez, un acto de la escuela primaria. De fin de curso, seguramente. Se hizo un sorteo. Cuando sacaron el último número escuchó que decían la cifra impresa en el ticket que tenía en la mano.
Recuerda. Que pensó: "¡Yo que nunca me saco nada!". Una exageración, seguramente. Pero auténtica expresión del tamaño y la ingenuidad de la alegría que experimentaba mientras avanzaba hacia el escenario, esperando recibir, como los anteriores agraciados, libros, lápices, mochilas.
Lo que no recuerda es si le comunicó a alguien, en voz alta, ese pensamiento. Recuerda, sí, los aplausos, el bullicio, un paréntesis en el tiempo y la sensación del vaivén de sus piernas, la misma sensación que tiene ahora al caminar, confusión de acto y recuerdo. Cuando llegó al escenario, le dieron un paquete similar a una caja de zapatos.
Era, efectivamente, una caja de zapatos: la abrió a la vista de todos y encontró unas viejas sandalias de hombre, marrones, tipo franciscanas, sucias y desvencijadas. Recuerda (o todavía siente) en la cara su gesto de desilusión, de incomprensión, de desamparo. No recuerda si miró al que voceaba los números, buscando una explicación, o si buscó la explicación en el borde del escenario, en las luces o en el enorme cuadro de Quinquela colgado en la pared derecha del salón.
No sabe eso, pero sí que escuchó la risa impiadosa del auditorio abalanzándose sobre él como esos vendavales que el pampero sucio decarga en la playa, esa mezcla imprevista de polvo, arena y papeles robados de manos que no vieron venir la nube negra que la tormenta levanta en el horizonte acercándose velozmente, un fugaz aviso que las almas reblandecidas por el sol de enero no están nunca dispuestas a presentir.
Volvió a su lugar entre sus compañeros, muerto de vergüenza y humillación (quizás por eso no recuerda si le comunicó a alguien aquel pensamiento desmesurado), sin lograr explicarse por qué, por qué, pudiendo evitarlo, alguien puede ser tan cruel.
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