Acaricio su rostro con mis manos bellas, finas, delicadas. He logrado
desarmarlo luego de una breve lucha; no ha sido difícil, aunque ha sido
el primero en mucho tiempo que logra combatir conmigo sin mirarme a la
cara. Por eso vive aún. Ha venido a buscarme, como tantos otros, no sé
para qué. Para medir su valor, tal vez. Lo tengo atrapado, mi cuerpo
enroscado al suyo, y se resiste a abrir los ojos. Es hermoso y fuerte.
Tiembla de pavor y respira agitadamente. Le tomo la cara con ambas
manos, como alzando un cáliz, una copa. Siento su carne trémula,
envuelta por mi cuerpo. Acerco mi boca para besarlo. Al sentir la
proximidad de mi aliento, no puede resistir el terror y abre los ojos.
Me mira a la cara. Aunque mi rostro es bello, no tarda ni un segundo en
convertirse en una fría estatua de piedra. Desesperada, furiosa,
desenrosco mi cuerpo de su cuerpo inerte, con violencia, y lo arrojo
lejos de mí. La piedra estalla en pedazos.
Lloro.
Mi nombre es Medusa. Los hombres conocen mi historia. Vivo en el Inframundo y cumplo una condena.
Esta
es mi mano. La he mirado muchas veces. La extiendo delante de mí;
estiro los dedos, los separo, la palma hacia abajo. Dispongo del tiempo.
En la penumbra, advierto la tensión, el dibujo afilado de los tendones.
Tengo bellas manos. Finas, delicadas. Giro esta mano, la palma hacia
arriba, la llevo a mi aljaba y saco una flecha. Veo mi izquierda
empuñando el arco, alzándolo a la posición de tiro. Apoyo con la derecha
la flecha en la cruz que forman mi puño y el arco. Cuántas veces he
visto mis manos en este gesto: a la distancia de un brazo, mis dos manos
juntas, una un puño cerrado, sosteniendo el arco, la otra aferrando la
flecha, acercándose a mi cara mientras tensa la cuerda, hasta quedar
fuera de mi vista, exactamente junto a mi mejilla, la cabeza apenas
inclinada, el aliento contenido, máxima la tensión del arco, destino de
la flecha. Ya no miro mis manos sino el pecho de ese pobre idiota que me
busca y me presiente y me ignora.
Mi mirada es
certera. No me distraigo en mi mano al soltar la flecha. Sin hacer
ningún ruido, con la mudez calma de una serpiente fugaz, la flecha busca
su blanco.
No falla.
El hombre herido
cae. Me busca con la mirada y me revelo. Me mira fijo a los ojos. No
tengo tiempo siquiera de acercarme a abrazarlo en su agonía. Se vuelve
piedra.
Lloro.
Multitud de hombres
petrificados adornan mis aposentos. Museo del horror y de la muerte,
paseo entre sus cuerpos inútiles mi silueta intocable.
Me llamo Medusa. Pero soy la Gorgona ahora.
Ningún
hombre puede acercarse a mí. Esa fue la condena de Atenea por el delito
de haber sido ultrajada ¡Si tan sólo hubiera sabido apaciguar a
Poseidón! ¡Si hubiera sido capaz de evitar que me deseara! Pero no, fui
al templo de Atenea buscando refugio, y Poseidón me siguió y me
acorraló. No fui lo suficientemente valiente para enfrentar la fuerza
del dios. Tuve miedo. Tuve miedo de lo que pudiera ser de mí. Sólo
quería vivir. Hermoso Poseidón, por favor, no, apiádate. Sí, soy tu
sierva si tú los dices. Tu esclava, sí. Sí, hermoso Poseidón, esta pobre
mortal está aquí para tí, si es tu deseo, hermoso Poseidón.
Debo arrepentirme ahora de mis palabras.
Sólo
he sabido del poder de Poseidón, que aún reina en los mares. Al
contrario, a mí Atenea me condenó a habitar el Inframundo, sin conocer
jamás el amor de un hombre.
Escucho nuevos pasos en mi
cueva. Otro temerario viene a medirse con la Gorgona. Me deslizo
suavemente hasta flanquearlo. Lo observo en silencio, lo sigo. Es joven y
fuerte, y mantiene la vista hacia el piso. Otro que cree que puede
enfrentarse a mí sin mirarme. Se detiene y gira su espada hacia donde yo
estoy. Me ha oído. Me mantengo inmóvil y en silencio. Él retoma su
andar a tientas por la gruta, buscándome sin saber que estoy a su lado.
Me decido a provocarlo. Deslizo mi cuerpo de sierpe a sus espaldas con
un roce claramente audible. Se da vuelta y me busca. Ya no estoy. Sigue
caminando. Yo tomo distancia. Armo mi arco y apunto a sus pies. La
flecha cae justo delante de él, indicando claramente el lugar de donde
ha venido. Otros hombres hubieran levantado la vista. Él no lo hace. La
flecha le señala que estoy lejos y que su espada no podría alcanzarme.
Sólo se aleja unos pasos y se protege detrás de una columna. Él tiene
que acercarse a mí. Hago un rodeo y vuelvo a flanquearlo. Con los ojos
cerrados, aspira el aire. Siente mi olor. Camina en mi dirección. Lo
dejo acercarse unos pasos y vuelvo a dispararle, otra vez a los pies. La
flecha en la tierra le hace comprender que no quiero hacerle
daño, que quiero que se acerque. Sonríe, y sin levantar la vista, camina
en la dirección que le marca mi flecha. Una nueva flecha le confirma el
rumbo y mi intención. Lo dejo acercarse a unos pocos pasos. Entonces me
revelo, lentamente, en silencio. Para hacerme daño, debería estar aún
más cerca. El hombre me adivina y se cubre el rostro con su escudo. Es
él quien está vulnerable. Está a tiro de mi arco y en línea con mis
ojos, y lo sabe. Puedo advertir la tensión con que aferra su espada,
alzada hacia mí. Me acerco lo suficiente para que pueda ver mi cuerpo
frente a sus pies, por debajo del escudo. No retrocede. Cuando intento
rodearlo, da un salto y se aleja, evitando la emboscada. Armo mi arco y
esta vez le apunto a las piernas. No quiero matarlo, quiero atraparlo,
para rodearlo con mi cuerpo reptil. Erro. El hombre se aleja y se
esconde entre las ruinas. Ahora soy yo la que no puede verlo. He quedado
al descubierto. Está intentando tomarme por la espalda. Me deslizo
velozmente y me pierdo entre las derrumbadas columnas. No lo encuentro,
lo he perdido. No puede estar muy lejos, aún en este laberinto. Él tiene
que acercarse a mí. Siento a mi espalda el veloz deslizarse de unas
sandalias y adivino la amenaza. La espada pasa sobre mi cabeza y yo
alcanzo apenas a darme vuelta, mientras el hombre cae y rueda a
esconderse entre las rocas. Armo mi arco tan rápido como puedo y
disparo. Erro. Me alejo. Yo soy la que tiene el arco. La distancia es mi
aliada. Pero ahora no tengo dudas. Él quiere matarme. Lo he perdido
nuevamente. Intentará otra vez emboscarme. Avanzo lentamente por un
pasillo estrecho con el arco armado, apuntando al frente. Logra una vez
más sorprenderme. Aparece velozmente de atrás de unas columnas a mi
izquierda y de un mandoble parte mi arco. Rueda otra vez entre las
ruinas y lo pierdo de vista. Ha eliminado mi ventaja. Grito de furia y
me lanzo a perseguirlo. Lo encuentro de pie en medio de una gran
recámara, dándome la espalda, viendo cómo me acerco en el reflejo de su
escudo, la espada lista, el cuerpo tenso. Quiere que me acerque. Quiere
matarme.
Es que soy la Gorgona. Soy (ahora) la Gorgona.
Por fin lo comprendo. Ya no soy más la que fui, la bella Medusa, la
hermosa, la esbelta, la perfecta, la que deseaban los hombres y los
dioses.
Soy ahora una bestia, la sierpe, la de la voz
viperina y el cabello reptil, soy el monstruo de la mirada mortal que se
arrastra por las ruinas de esta enorme gruta del infierno, acechando a
los audaces que se aventuran en la oscuridad, para saltarles a la cara y
convertirlos en piedra, sin un hálito de vida ni un temblor de
ansiedad. Piedra pura dura y muda. Pero hoy ha llegado otro hombre que
ha sabido acecharme sin mirarme a los ojos, sin mirar a la Gorgona. La
única, la inabordable.
Solitaria Gorgona.
Puedo
por fin maldecir a Atenea, ¿qué otro mal puede hacerme? Tal vez este
hombre que me espera de espaldas con la espada en alto sea por fin el
que termine con este dolor. Yo ya no soy una mujer. Nunca volveré a
serlo.
Me acerco a él desarmada. Se prepara para
saltar. Gira con violencia, la espada firme en su mano, directo a mi
cuello. No sé si me mira. Por las dudas, cierro los ojos.
2 comentarios:
Asterión.
O el Quijote, sindudamente.
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