27 diciembre, 2011

"...y en la espera vagamos, indiferentes..."

Oye el sonido del agua cayendo en la ducha. Va al minibar. Se sirve un ron. Sin hielo. Busca el atado entre las botellas. No está. Palmea los bolsillos del pantalón y recuerda que ha dejado los cigarrillos en el saco. El saco está doblado, colgando del respaldo de una silla, al otro lado del cuarto. Al pasar frente a la puerta abierta del baño, ve claramente la sombra de Berenice proyectada contra el cristal esmerilado de la mampara de la ducha. Ama la idea del agua jabonosa escurriéndose entre sus tetas. El inequívoco cosquilleo que antecede a una erección lo complace. Llega junto a la silla. Encuentra el atado en el bolsillo interno del saco. Saca un cigarrillo y el encendedor. Golpea el filtro del cigarro contra el encendedor dos, tres veces. Luego, lo prende con una larga y profunda pitada. Suelta el humo bruscamente, creando un aura descompuesta y atolondrada alrededor de su cabeza. Mira por la ventana. El río se ve tan plácido y la noche tan serena. Abre el ventanal y entra una ráfaga de aire tibio. Con el cigarro entre los labios, va a buscar el sillón rojo que está junto a la cama. Lo acomoda frente al ventanal y vuelve sobre sus pasos para buscar un cenicero que ha visto entre las botellas. Pero al volver a pasar frente a la puerta abierta del baño, ve otra vez la sombra de Berenice proyectada contra el vidrio y se detiene. Se queda mirándola. Está quieta, con la cabeza gacha, dejando el agua correr por la nuca. Un vaho denso de vapor de agua se ha acumulado contra el techo del baño y empieza a bajar para escapar por la puerta. La sombra de Berenice se ve lánguida, apenas asimilable a ese cuerpo de mujer que él conoce bien y que ahora es apenas la sombra de un recuerdo, la sombra. Aspira el cigarro, que se consumía olvidado entre sus labios, cuando el inequívoco cosquilleo que precede a una erección le recuerda que está fumando y le impone la obligación de hacer algo. Se palmea los muslos como quien se sacude una inercia y mueve la cabeza a ambos lados. Sigue hasta el bar, agarra el cenicero y vuelve al sillón que ha dispuesto frente al ventanal. No se detiene frente al baño, pues no lo necesita para saber que Berenice sigue inmóvil bajo el agua. Conoce esa costumbre. Permanecerá así larguísimos minutos. Acomoda el cenicero en un posabrazos del sillón y sacude las cenizas. Recuerda el ron servido. Deja el cigarro en equilibrio en el borde del cenicero y cruza una vez más el cuarto para buscar su vaso de ron. Parado junto al minibar, casi de espaldas a la puerta del baño, prueba el trago. Le resulta innecesariamente agresivo y le agrega hielo. Vuelve al sillón. Aún no se sienta. Permanece junto a la ventana, mirando el río, degustando el ron (seco, siete años), escuchando el agua de la ducha golpear el cuerpo de Berenice, la loza de la bañadera, el cristal esmerilado. Se queda unos instantes absorto en el humo del cigarro. Luego vuelve a mirar el río. Parece tan calmo, tan quieto, tan mudo. Una camioneta negra llega desde el puente que conecta la isla por el sur y se detiene en la costanera. No ve bajar a los dos tipos que unos instantes después adivina por las brasas rojas que se encienden junto al vehículo. Se acerca al sillón y agarra el cigarrillo. Le da otra larga pitada y vuelve a expulsar el humo bruscamente. Finalmente, se sienta. Siente casi un sobresalto cuando advierte que el ruido del agua se apaga. En la oscuridad del cuarto, escucha la mampara deslizarse y abrirse. Berenice sale de la ducha.

Cierra los ojos. Proyecta en el cristal (esmerilado) de su mente una sombra del cuerpo de Berenice, tal como otras veces lo ha visto saliendo de la ducha. Su marioneta acompaña, supone, los movimientos casi rituales de Berenice, el pie derecho alzándose primero para sortear el borde de la bañadera, la mano izquierda estirándose para alcanzar el toallón mientras la cabeza se inclina a la derecha, arqueando el torso, para que el pelo negro y largo, empapado, cuelgue liso y pesado y escurra y pueda envolverlo con el toallón al mismo tiempo que endereza el torso y revuelve la toalla con ambas manos, que despliegan inmediatamente el paño para bajarlo por la espalda, envolver el pecho, secar los senos, el pliegue entre los senos, el abdomen, el vello de la entrepierna y luego el muslo derecho, que se levanta un poco mientras el pie se apoya de puntas en el suelo, para cambiar a la otra pierna, el mismo gesto, el mismo apoyarse en la punta de los dedos. En el momento en que el avatar de su mente toma el secador de pelo, el ruido de la máquina, desde el baño, le confirma la exactitud de sus recuerdos. Berenice se seca la cabeza moviendo el secador en círculos con la mano derecha, mientras la izquierda abre el pelo en hebras para facilitar el paso del aire caliente. Aunque lo espera, el silencio que sobreviene cuando Berenice apaga el secador lo sobresalta. Escucha el click de la llave de luz y la oscuridad en el cuarto es entonces absoluta. Él no se vuelve para ver a Berenice salir desnuda del baño. Le basta con saberla. Ella no dice una palabra y se le acerca. Le acaricia el pelo y le saca el cigarrillo. Aspira casi con el mismo ansia que él, pero expulsa el humo de manera más suave, empujándolo hacia arriba, en una bocanada larga. Le devuelve el cigarrillo, ya casi apenas filtro. Se acerca a la cama, donde está su ropa de ayer y de antes de ayer. Y de antes de antes de ayer. Se viste.

-¿Estás lista?- pregunta él, rompiendo el silencio.

-Si- le contesta ella.

-Dos matones de tu marido nos esperan afuera.

-Vamos- le dice Berenice.

12 diciembre, 2011

Una de clausura

1938, 13 de agosto. San Ponciano, Papa y mártir.

Antes de Vísperas

Llueve. Tenía grandes planes para hoy por la tarde, pero el Señor ha querido desencadenar una lluvia no muy fuerte pero persistente. Habrá que acatar Su voluntad y recogerse en oración, puesto que no es posible salir a hacer obras.

O, tal vez, Él quisiera que hoy saliéramos a predicar bajo la lluvia para dar testimonio de fe. ¡Señor!, ¡a veces es tan difícil interpretar tu Voluntad!

Sor Ludovica llama a Vísperas. Me dispongo a orar.


Después de Vísperas


Durante la oración he cometido un curioso error con el Padrenuestro. He dicho “y perdona nuestras vidas, así como nosotros...”. Pienso que el Señor me llama a meditar sobre algo con ese error. No es que otorgue crédito a las enseñanzas de este judío alemán acerca del cuál no sé más que las anatemas lanzadas en su contra por el Padre Antonio, pero he comprendido que es mi vida entera la que me hace merecedora del castigo de Adán.

Pido perdón al Señor de los cielos si con este pensamiento he dudado de las enseñanzas de la Santa Iglesia. Temo haber incurrido en herejía.

Espero conversar de esto mañana con el Padre Antonio, durante la confesión. Es que siento que con mi vida no he honrado suficientemente la misión que el Señor tenía prevista para mí. No he sido madre, no he sido esposa, no he hecho de mi vida un camino abnegación. Aún estoy a tiempo de consagrarla a la oración y la penitencia y al servicio a los pobres.

Pero temo que no he honrado tampoco mis votos.  ¿Acaso dudo de mi fe?

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. ¡Dios mío!


Retomo la escritura luego de orar. No pude refrenar el impulso de arrodillarme sobre el suelo frío para mortificar la carne. Nunca es suficiente. Sin embargo, sospecho de la vehemencia con que me arrojé en oración.

¡Dios mío! ¡Cuántas pruebas nos trae el día a cada hora! ¡Qué vigilante el espíritu debe permanecer para mantener lejos la duda, la pasión, la tentación!

Sor Ludovica llama a cenar. Tengo hambre. Otórgame, Señor, mesura en la mesa y un caldo bien cocido.


Antes de Completas

Vengo ahora del refectorio. Agradezco al Señor las papas crudas que nos sirvió hoy Sor Inés. ¡Ay, mi Dios!, sé que no debería utilizar este lenguaje irónico y que debería ser piadosa con la torpeza de Sor Inés, pero es que toda esta semana ha sido igual. Todo el convento acusa los efectos de las papas crudas. Pido al Misericordioso que perdone la desidia de Sor Inés, pero sobre todo le pido que la ilumine en el cumplimiento de sus deberes. Que cocine las papas como Dios manda.

¡Ay Dios! Pido también perdón al Altísimo por mis palabras.

Debo tal vez leer los Evangelios para aquietar mi espíritu.


Sor Ludovica llama a Completas. Interrumpo la lectura de los Evangelios y me dispongo a orar.


Después de Completas

En mis intenciones de hoy, he orado por Sor Inés y he pedido perdón por mis pecados.

Hoy la hermana Albertina anunció que dejaba el convento y los hábitos. No ha querido dar explicaciones y la Madre Superiora cubrió su vergüenza con un piadoso manto de silencio, pero todas sabemos que la hermana Albertina ha cedido a la tentación de la carne. ¡Señor! ¡Los medios del Malo pueden ser tan evidentes! ¡El carnicero! Sor Inés no cocina tanto estofado como para requerir los servicios del carnicero tres veces por semana. La hermana Albertina lo recibía y se quedaba con él largas horas, que me perdone el Señor si exagero, en el locutorio. No puedo decir que los haya visto jamás comportarse en modo inapropiado, quiero decir, no es que los haya espiado, Dios no lo permita, pero, ¡Señor!, han pasado ahí muchas horas a solas. No sé por qué la Madre Superiora tardó tanto en someter los encuentros a estricta vigilancia. ¡Ya lo maliciaba yo desde mucho antes! ¡La hermana Albertina es tan joven! Y el carnicero, a decir verdad, tan buen mozo.

¡Señor! Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.


Después de Maitines

Estoy nuevamente en mi celda. Me ha traído la hermana Josefina. Dice que me halló helándome bajo la lluvia. Aparentemente, me he desvestido y he corrido desnuda por el claustro. Cuando la hermana Josefina me encontró, dice, estaba yo repitiendo maníacamente el Padrenuestro. ¿He sido poseída, Señor? Sin dudas que mi intención ha sido nuevamente mortificar la carne con el frío, pero no logro recordar nada. ¡He repetido el Padrenuestro! Dijo Nuestro Señor Jesucristo: “Cuando recéis no uséis muchas palabras”. Lo sé, lo sé, lo sé. De memoria, lo sé. Está en Mateo, 6 7-15. Pero dice la hermana Josefina que no podía detenerme. Ha debido propinarme unas buenas nalgadas para hacerme volver en mí. Testimonio son mis posaderas enrojecidas. Ella me besó y cubrió de amor a Dios para aplacar mi espíritu atormentado.

¡Señor! ¡Cuánta Gloria en el amor de nuestras hermanas, cuán piadosos corazones habitan esta casa!

Es muy tarde. Debo otorgar descanso a mi cuerpo y a mi alma. La hermana Josefina me ha prometido no informar de los acontecimientos a la Madre Superiora. Temo que se esté condenando.

Antes de dormir, rezaré por ella y por su alma.

02 diciembre, 2011

Remedios para el dolor

“...como si Dios nos hubiera dado
a cada uno un círculo a llenar. A mí, con esto –y levantó la
trompeta–. A usted, con lo que sea –se interrumpió–. De qué trabaja usted.”

Noche para el Negro Griffiths, Las panteras y el templo, Abelardo Castillo.


-Si no te gusta, andate.

Ahí estaba yo, con todo mi mal genio de cuarentón divorciado, echándola.

En resumen: que había empezado a venir sin llamar, que ya se había dejado un cepillo de dientes, que tenía varios pares de aros tirados en mi mesa de luz, que ya había asumido la responsabilidad de mantener la heladera provista de queso blanco y sin sal. Hasta ahí, vaya y pase.

Pero hoy había hecho una sugerencia inaceptable.

- Esa trompeta... ¿podrias meterla en el estuche y sacarla del medio, no? Si al final yo no te he visto tocarla jamás.

Punto final. Es asi, uno lo sabe. Como que a uno le ha tocado estar del otro lado y ser el infeliz que dice exactamente la frase que informa al otro que nada de eso tiene sentido: que no tiene swing. Esta vez, le tocaba a ella.

Fijate, boluda, pensé, o casi ni pensé, sí, a veces toco esa trompeta. Normalmente, cuando vos no estás, fijate. Pero además su presencia ahí, de pie en ese aparador, junto a los libros, o tirada sobre la mesa del comedor, entre las migas, es un testigo, un testimonio. Un recordatorio de mi tiempo perdido. Debe estar ahi para que yo no pueda olvidar.

En cambio, fui más sintético:

-Si no te gusta andate.

-Mirá que sos pelotudo- fue su reacción.

-Más a mi favor. Andate y listo.

-Solo, te vas a quedar.

¿Pero no ves que ya estoy solo? ¿Que hace años que estoy solo y que tu presencia, tus gustos decorativos, tus manías alimentarias, las tuyas o las de cualquier otra, no van a cambiar eso? Yo ya sé que estoy solo. Hace rato que sé que estoy solo. No es que me haya sido fácil de aceptar, pero ahora lo comprendo. Lo sé desde la primera mañana a solas con las pesadillas de la víspera, con mi mujer todavía al lado, desde la primera noche después de mi divorcio, desde que la nena me preguntó qué era morirse.

La hice más corta:

-Por eso, haceme el favor y andate.

Después que se fue, saqué la basura, puse música de Youtube y me fui a dormir.