"Los hermosos libros, las dos o tres verdades eternas,
las nuevas verdades transitorias que cambian la vida,
el sentido absoluto de la vida misma, se nos revelan
en la adolescencia o no se nos revelan nunca.
Para comprender una verdad tan sencilla no hay más
que recordar qué nos decían los libros
cuando éramos adolescentes."
Abelardo Castillo, en Las palabras y los años, Desconsideraciones.
El recuerdo volvió de improviso hace unos días y he perdido registro del proceso, porque estoy seguro que hubo un proceso, que me llevó a desenterrarlo.
Capturé de él, curativamente, una asociación marginal: era mi primer recuerdo asociado con la literatura.
Después lo perdí. Es decir, y no creo estar diciendo nada que no conozcan, mi mente conservó el recuerdo de haber recordado un viejo recuerdo relacionado con la literatura, pero al recuerdo lo volvió a colocar en ese lugar falazmente seguro donde se soterran los recuerdos insoportables.
Y volvió recién. Puedo ahora, porque escribo en caliente, reconstruir la cadena de asociaciones que, como suelen hacer las asociaciones, levantó la peluda alfombra que tapaba mi recuerdo.
De esa cadena, retengo el eslabón final, la voz y la presencia de Alberto Laiseca contando cuentos de terror.
Entonces: yo tenía doce años. Estaba terminando la escuela y mis padres habían decidido que yo tenía el derecho y el mérito de aspirar a una plaza en el Nacional Buenos Aires.
Durante aquel año, mi último año de escuela, me mandaron, por las tardes, a la salida del colegio, a un instituto privado donde se suponía que me prepararían para el examen de ingreso.
Recuerdo que el lugar (uno de los primeros lugares a los que empecé a ir solo, sin que mis padres me acompañaran) quedaba en el barrio de Flores o de Caballito y lo recuerdo como un lugar no sé tanto si lúgubre o sucio o pobre como decepcionante. Se suponía que en ese lugar yo sería instruído en competencias superiores, en saberes sofisticados.
El instituto pertenecía al maestro de mi grado, un señor pelado y amable, al que todos los pibes queríamos mucho y que jugaba con nosotros los torneos de ping pong que se organizaban en los recreos.
Supongo que para mi sensibilidad de entonces, ese sitio vulgar no podía ser el lugar donde el Maestro preparara a sus alumnos para ingresar al Gran Colegio.
No sabría decir qué, entonces y para mi mente infantil, era lo decepcionante. Recuerdo un tonto y anodino color beige en las paredes, un ruidoso ascensor y sus puertas tijera, un palier mal iluminado, recuerdo viento, luz de tubos fluorescentes y pizarras blancas.
Pero recuerdo un cuento. De todo lo que durante un año me habrán enseñado (matemáticas, supongo, especialmente, porque eran mi punto débil), yo recuerdo un único cuento.
Y hablo del recuerdo, porque el libro, su prosaica materialidad, un fajo de hojas mecanografiadas y abrochadas, aún lo conservo. Tiene aún, muy deteriorada, claro, su tapa de papel celeste que dice, también mecanografiado y todo en mayúsculas "Antología del cuento argentino".
Podría ir, si quisiera, a mirar qué titulos componían la antología, seleccionada por los propios maestros del instituto. Pero comprenderán ustedes que la precisión es ridícula e innecesaria.
Sin importar qué más tuviera, en ese libro está el cuento que hizo estallar en pedazos mi inocencia. Hasta ese momento, yo era lector ferviente de Salgari y Verne. Yo creía que esos, los de aquellas noches en vela siguiendo a Sandokán o a Phinneas Fogg, eran mis primeros recuerdos librescos.
De alguna manera, lo son.
Sin embargo, mi momento de pase como lector vino de la mano de Horacio Quiroga.
Fue La gallina degollada el cuento que me hizo entrever, oscuramente atisbar, qué cosa podía ser cabalmente la literatura.
Supe entonces que la vida no tiene sentido y que la justicia no existe, que todos somos como frágiles e inocentes y delicadas nenas de tres o cuatro años a merced de sus ni siquiera crueles hermanos.
Ahí estuvo para mí ese primer horror insoportable, una forma dura de angustia que apenas si podía entonces comprender o aún menos explicar como hago ahora: los hermanos tontos no eran malvados, no eran crueles, no eran culpables.
Eran, apenas, ni más ni menos, capaces de matar.
Hoy en día, el horror que involucra criaturas me sigue resultando insoportable. Cuando el género noticioso se solaza en esas truculencias, debo apagar o cambiar de canal. No hablo de una suerte de trauma, sino de una sensibilidad
persistente que me permite decir que aquél niño de doce años que leía con espanto La gallina degollada soy yo, este mismo, de alguna manera.
Nunca más volví a leer ese cuento. No puedo, y no lo necesito. Sé perfectamente lo que tiene para decirme.
Y Horacio Quiroga ocupará para siempre en mi Olimpo personal el lugar del hijo de una gran puta que reveló una verdad.
Ah. El secundario lo hice en el Colegio José Manuel de Estrada, de la ciudad de Necochea.