Creo que entiendo y comparto casi todos los argumentos por los cuales Roger Waters, el millonario que hace treinta años roba con lo mismo, el megalómano que llevó a Pink Floyd a la ruptura, el ególatra que, justamente a partir de The Wall, puso al servicio de sus delirios infantiles una equipo de instrumentistas de una sensibilidad excepcional, no merece que vayamos a verlo.
Por todas estas razones, yo dudé mucho de ir a este nuevo recital. De hecho, y por todas estas razones, por considerar que un Pink Floyd sin Gilmour no es Pink Floyd, que, incluso, un Pink Floyd sin Waters es bastante más Pink Floyd, no fui a ver a Waters las veces anteriores que estuvo en la Argentina.
De todas maneras, si la polémica 'ir/no ir' adquiere el carácter de una guerra de sensibilidades, se me hace una guerra muy infantil, una escaramuza de remeras estampadas.
No obstante, lo que me resulta grato de esa guerrita, que evidente e inevitablemente se da, es que es la señal de que 'la cosa Pink Floyd' nos con-mueve.
Mi primer vinilo de Floyd fue The Final Cut. Me lo regalaron unos amigos para mi cumpleaños 16 o 17, ni siquiera cuando era una novedad, sino unos años después del lanzamiento. Pero me lo regalaron porque sabían que me gustaba Pink Floyd. Para ese momento yo ya había visto la película y conocía The Dark Side of the Moon y Wish you were here, aunque no sé en que orden los habré escuchado.
Por muchísimos años, ese disco fue el único registro de Pink Floyd del que fui propietario. Pink Floyd fue, durante mi adolescencia, objeto, soporte y ocasión de conversaciones. Siempre lo escuché de prestado. Recién en los noventas largos me compré The Dark Side of the Moon y Wish you were here, en CD, obviamente. Y no hace mucho, el DVD de la película.
De alguna manera, yo soy conciente de ir a ver este show un poco porque peor es nada, porque hace siglos que esperamos a Gilmour y nadie logra traerlo. Sé que cuando llegue Ese Solo, voy a estar escuchando al pobre guitarrista al que le toca el envite con orejas de 'a ver cómo te sale, pibe'.
Pero eso es 'culto de la personalidad'.
La cuestión es, me parece, que hay otra manera de pensarlo. Se afirma que The Wall es el principio del fin de Pink Floyd, un movimiento signado por una monomanía de Waters que se cristalizará en The Final Cut. Se afirma que los fans de la primera hora se decepcionaron con The Wall. Se afirma que retiraron su afecto con The Final Cut. Se afirma que con The Wall, Waters empieza a parasitar y fagocitar a esa entidad idealizada que llamamos Pink Floyd. Se afirma, además, que incluso la relación entre Waters y Alan Parker durante el rodaje de la película no fue buena, que eran más las diferecias de criterio que las coincidencias, que la película que vemos es una suerte de solución de compromiso, que no es la película que ninguno de los dos imaginaba.
Lo que yo pienso es que The Wall es lo que es (la obra más grande de la sensibilidad rockera, su culminación y su resumen)
a pesar de sus creadores, por obra y gracia de lo que sus escuchas hicieron con ella.
O lo que es lo mismo: aunque los millones se los lleve el perfectible individuo Waters, The Wall es nuestra.
Yo voy a ver este show con mi hijo de 12. Lo llevo, no tanto para informarlo de una 'pieza importante de cultura' como para que sepa algo de su padre (qué significa ese signo, será parte de los libros que a su manera escriba él).
Entonces, si algo pasa en la sensibilidad de mi hijo con este show (admito que mi apuesta es grande y la decepción puede ser mucha), si algo que tiene que ver con él y su padre queda inscripto en el registro de 'lo que nos decían los libros cuando éramos adolescentes', entonces, porque es nuestra, The Wall aún vive.