25 marzo, 2012

Excuse moi, René, mon cher

Claro y evidente: en la vida en soledad, la mente, el pensamiento, la carrera alucinada e idiota del hámster en su rueda, se van comiendo de a poco todo lo que pueda ser su "objeto". Junto con todo eso, hasta el cuerpo pierde entidad. Nos va tragando la irrealidad.

Observé recién una pareja abrazándose en el salón de espera, antes de un viaje que, no sé, tal vez los separará o tal vez los unirá en una aventura. Se tocaban, se palpaban, sin deseo, sin ansia. Parecían estar confirmándose, como ciegos.

Te toco, luego, existo.

23 marzo, 2012

Notas sin vocación de desarrollo


Como consecuencia de la acción proselitista del mismo amigo que me dijo a mi que escuchaba música de viejo, mi hijo ha descubierto Kiss. "Ja, Kiss era viejo cuando yo tenía tu edad!", le dije. Qué viejo estoy.

Cosa que no puedo tomarme en serio, Kiss. Como no puede ser de otro modo, la canción favorita es "I was made to love you". Esa canción en particular adolece (y resulta tan apropiado el verbo en este caso) de toda una serie de defectos que básicamente podrían resumirse en una inconsistencia profunda que sólo nos autoriza a entender la canción como el momento cúlmine en que el sentido del humor de los setenta logra la síntesis estéril de sus dos grandes tendencias, inventando el disco metal, subgénero que, afortunadamente, no dejó herederos.

"Fui hecho para amarte" tiene esa guitarra a la Ozzy Osbourne al principio, que nos promete satánicos personajes maquillados con sus guitarras colgando a la altura de las rodillas para que, a los pocos compases un Gene Simmons haga ingresar en la pantalla de nuestra mente, de la mano de su bajo inequívocamente disco, un John Travolta de fiebre de sábado a la noche. Todo en la canción está fuera de registro, de lugar, de escala: la letra de amor empalagoso, la melodía que no envidiaría César Banana Pueyrredón, los coritos sin letra. No way. Esto no es rock, esto no es música, esto no es serio.

(Entre paréntesis, la canción me retrotrae a mis propios doce años, cuando la música dividía a los hermanos mayores de mis amigos entre los que escuchaban Kiss y los que escuchaban Queen, oposición que hoy no podemos advertir sino falaz, sino un único y ubicuo kitsch de los tardíos setenta y los primeros ochenta.)

Entonces pienso en el lugar en que me descubro, pienso en los doce años de mi pibe y en algo que, de alguna manera, me alegra: el rock sigue siendo eso que, por su música, su actitud y su puesta en escena, irrita a tu padre.



(Más la escucho, más la pienso, más genial me parece, más me gusta).

22 marzo, 2012

Aguas van


(14 estados de Facebook)

"Vera! Vera! What has become of you?"

#Tener 41 años y estar viviendo eso que llaman "la madurez" tiene altibajos. Entre las contras, por ejemplo: sí, me terminaron doliendo los pies y la espalda. Y no pude reencontrarme con la inocencia de los 17.

#”Govierno”, escrito así, con “v”, en la panza del chancho volador, se me impuso como el piolín indiscreto en medio de la más apabullante perfección técnica mediante el cual todo el entramado de este The Wall, como decimos en buen criollo, mostró la hilacha.

#Roger Waters logra el milagro de reducir The Wall a un alegato antifascista pueril y convencional, inocuo, sobre todo, subrayado aquí y allí por perogrulladas al mejor estilo U2. Resalta todas las líneas obvias, no se priva de ningún golpe bajo, y se permite citar de manera explicita a “1984”. ¿Alguien le podría explicar al señor Waters que 1984 es ya un libro “viejo”? Aún necesario, tal vez, como don o testigo que les pasemos los viejos a los más jóvenes, pero viejo al fin. Un énfasis de senilidad que, para mí, desenmascaró a tres vejetes sobre el escenario: Orwell, The Wall y Roger Waters.

#¿Puede un artista no haber comprendido su propia obra? ¿Quién la comprendió?

#No obstante, hay algo tan poderoso en The Wall que aún este pueril alegato antifascista no lo logra diluir: contrariamente a muy consolidadas tradiciones que vinculan el fascismo con la figura de un Padre tiránico, Waters postula que la sociedad de vigilancia es algo que debe relacionarse con la figura de la Madre obsesiva (un “grafitti” pintado -proyectado- en la “pared” durante la ejecución de, si la memoria no me falla, Run like hell, mostraba la frase “Big Brother is watching you” con las letras “Br” tachadas y reemplazadas por una “M”).

#Cosas que se pueden “hacer” con The Wall: ¿del Nombre del Padre como fundamento de la Ley al Nombre del Padre como fuente de resistencia?

#Comentario de mi niño, ante el muñeco de la esposa: “Tiene brazos de mantis”. “Si”. “¿Sabés que después del apareamiento se comen al macho?” (juro que me lo dijo así: “apareamiento”). “Si, es así”. “Es para alimentar a las crías”. “Eso dicen ellas, hijo”. Él se río de lo que le pareció un chiste. Yo confronté mi lado oscuro.

#El guitarrista que “hace de Gilmour” se la re-banca.

#Me desilusioné igual. Yo esperaba el milagro.

#No dejó de resultarme más o menos romántico este amoroso encuentro entre un artista británico antibelicista y un público argentino. No sé exactamente de qué podría ser signo ese romance, pero ahí estábamos.

#¿Podría Waters hacer The Final Cut en Argentina? ¿Sería eso un gesto político “real” o más proyecciones sobre una pared de utilería? Mejor aún: ¿podría una “banda tributo” argentina hacer The Final Cut en Londres?

#El momento en que la pared se viene abajo no deja de ser muy emocionante. Placer infantil de la repetición.

#Hubo, por suerte, otros tantos momentos en los cuales logré olvidar la frase de Marx sobre la historia (aquella sobre sus primeras y sus segundas veces). Canté a los gritos: Mother, Another brick, Vera, One of my turns. Y Comfortbly numb, claro.

#Ok: puedo decir al fin que estuve ahí, que ví a la mejor banda tributo a Pink Floyd que existe. Mi hijo salió de River con su remera y una ciega marca: The Wall, River Plate, marzo de 2012. Como dije antes, qué pueda significar ese signo es ahora su parte.

18 marzo, 2012

Duermevela

Es el cansancio de los músculos que, en la duermevela, se transforma en un sueño. Estoy en la calle, cerca de mi casa, y huyo de algo. Deseo avanzar rápidamente. Comienzo a dar grandes zancadas, pero el movimiento es como una coreografía que remedara la acción de correr: me desplazo lentamente. El esfuerzo por vencer la inercia y acelerar es insoportable. Me pesa el cuerpo, los músculos no responden. Me caigo. Inmediatamente me levanto, y para lograr avanzar intento ayudarme braceando, como si nadara. Siento el aire denso pasar entre mis dedos, con el peso y la densidad del agua. No avanzo. Intento serenarme, porque el sueño es angustiante y la frustración enorme. Lentamente, casi arrastrándome, sintiendo el simple aire pesar sobre mi, sintiendo los músculos agarrotados por la fatiga extrema, llego a mi casa, atravieso mi patio, entro a mi cuarto, me arrojo en la cama. A pesar del agotamiento, no me duermo. De hecho, me despierto. Tengo los músculos acalambrados por un esfuerzo, exhaustos, adoloridos...

13 marzo, 2012

¿Para qué leen los niños?


Siguiendo a Matías, en Golosina Caníbal, llego al site de la revista Luthor. Me entusiasmo con la reseña Escenas de lectura familiar, de Guadalupe Campos, sobre un libro de Karina Bonifatti. El tema me toca. En Apóstrofe, Pablo Makovsky se enfoca en lo que parece lo más relevante del artículo de Guadalupe: la idea de que en el libro de Boniffati se vería el despliegue de un modo de lectura digamos creativa, que fuerza al texto, en su caso, el de Harry Potter, a establecer o tener relaciones con otros textos, en su caso, clásicos de la mitología griega.

El punto es estimulante. Del libro y de la reseña, me interesan dos temas: uno, una cierta idea de la lectura que no se rinde ante la soberanía del enunciado sino que lo usa para explorar su propia dinámica, sus propios límites. Y dos, que se toma para desplegar ese modo de lectura un material doblemente innoble: Harry Potter. Innoble por ser un producto de la cultura de masas, de la industria cultural, y por inscribirse en el registro de la literatura (que no merece tal nombre) para niños.

Todo eso está muy bien. Pero, como es mi costumbre, me detengo en un margen, en un pliegue. Guadalupe afirma que son cuatro las preguntas que, implícitamente, organizan o motorizan el texto de Bonifatti: “¿Qué lee un chico? ¿Para qué lo hace? ¿Para qué debería leer? ¿Cuál es la función que debería cumplir un adulto en ese proceso?”.

Lo que me interpela es la respuesta que Guadalupe arriesga para la segunda pregunta: “Entonces, de vuelta a las preguntas iniciales: la primera (¿qué lee un chico?) está bastante supeditada a la segunda (¿para qué lee?): ante todo, busca entretenimiento”.

No comparto en lo más mínimo ese punto de vista. Confieso, mi método es poco científico aunque afín al del libro reseñado: voy a basarme en mi experiencia de padre cuenta cuentos. Y arriesgar otra hipótesis: un chico lee (y entiendo “leer” en el sentido amplio de “consumir relatos”, así sea que los lea por su cuenta o, en voz alta, alguien se los lea o, como suelo hacer yo, se los invente al vuelo) porque busca respuestas.

La misma Guadalupe nos lo dice más adelante, en su artículo: "Para eso [para que un libro les interese a los niños], tiene que tener algún elemento que realmente los inquiete, que consiga que empiecen a interesarse por quedarse en el libro (...) con algo que los inquiete, me refiero a algo que los interpele profundamente, porque se compromete con sus miedos, con sus dilemas reales..."

Es curioso, porque en mi experiencia pasé por algo similar a lo que se nos informa de Bonifatti: ella habría tomado la decisión de abordar sin cortapisas la mitología griega, a pesar de sus tramas truculentas o abiertamente sexuales, porque “alguien que puede procesar la historia de una mujer que consigue el favor sexual de un hombre con conjuros y que se suicida cuando él huye al notar lo que pasó, y de su hijo que en la adolescencia busca y asesina a sangre fría a su padre y a sus hermanos (hijos de otra mujer) en su búsqueda de venganza y de inmortalidad, no necesita cuentitos que atenúen el tratamiento que recibían las esclavas de guerra y que obvien olímpicamente las tramas familiares tortuosas de Esquilo.” En una nota al pie se nos aclara a los que no leímos a Rowling que esta es, en resumidas cuentas, la historia de Lord Voldemort, el antagonista de Harry Potter.

Adopto aquí el estilo narrativo: hace unos meses estaba yo leyendo Macbeth. Venía de seguir a Vero en su paseo, y estaba entregado a un par de traducciones. Mi niño me ve (dice Guadalupe, un poco conductistamente, que esta es la mejor manera de motivar la lectura) y me pregunta: “Qué leés?”. Él todavía no sabe quién es Shakespeare y yo no le revoleé con el nombre prestigioso por la cabeza, fui a lo importante: “Es la historia de un príncipe escocés al que se le mete entre ceja y ceja que él tiene que ser rey pero se encuentra con que el rey de Escocia todavía está vivo”, resumo.  Su reacción fue de lo más natural: “Ah, tiene que matarlo, ¿no? ¿Me leés?”.

La clarividencia de mi niño me conmovió. Tuve una fracción de segundo de duda: ¿leerle Shakespeare a un chico de once? Pensé inmediatamente en cuál era su historia favorita: el manga Naruto. Pensé que Naruto es una típica hisoria de superación personal, desde la insignificancia hasta la gloria, que atraviesa toda clase de asesinatos, padres que entregan a sus hijos a la muerte, discípulos que traicionan a sus maestros, mujeres que traicionan a sus hombres, familias diezmadas por la venganza, hermanos que se matan entre sí, y, sobre todo, dos amigos que se odian a muerte.

¿Qué podía haber en Macbeth que no tuviera Naruto de lo cual debiera yo “proteger” a mi hijo”? ¿Una versificación tediosa? ¿Un léxico arcaico? Respuesta a la pregunta final de Guadalupe: ¿y para qué estaba yo ahí? Decidí leerle Macbeth en voz alta. Después de todo, Macbeth es un guión de teatro.

Entonces, mi relato cuenta la historia de la lectura familiar de un texto de noble alcurnia. Pero quiero señalar que la reflexión en la que basé la decisión de intentarlo fue simétrica a la de Bonifatti.

La lectura duró varias noches. Es cierto: no era algo que pudiéramos compartir con mis hijas menores, y procurábamos los momentos a solas. El ejercicio se extendió varias semanas, con muchas interrupciones en el medio.

Y a pesar de eso, Shakespeare, su relato, mantuvo todo ese tiempo el interés de mi niño. Pasaban los días y volvía a pedirme cada vez que continuara la historia. “¿Y qué pasó, pa? ¿Le mintieron las brujas? ¿Se hace rey? ¿Le hace caso a la esposa? ¿Lo mata al rey? ¿Lo traiciona a Banquo? ¿Se vuelve loca la esposa? ¿Mató a los hijos de Macduff? ¿Qué pasa cuando los ingleses invaden Escocia?”.

Para terminar de exponer mi tesis, permítanme subirme en los hombros de Shakespeare y completar mi respuesta a la última pregunta de Guadalupe: mi hijo mantuvo el interés, también, gracias a mi voz, a mi palabra, a las licencias que me tomé con el texto, a mis explicaciones sobre Inglaterra, los reyes, Escocia, la época.

Agrego, entonces, un corolario a la respuesta dos: los niños leen para establecer vínculos.

No me parece poca cosa: de niños leíamos, creo recordar, por las mismas razones que de adultos.

10 marzo, 2012

A propósito de las razones para no ver a Roger Waters


Creo que entiendo y comparto casi todos los argumentos por los cuales Roger Waters, el millonario que hace treinta años roba con lo mismo, el megalómano que llevó a Pink Floyd a la ruptura, el ególatra que, justamente a partir de The Wall, puso al servicio de sus delirios infantiles una equipo de instrumentistas de una sensibilidad excepcional, no merece que vayamos a verlo.

Por todas estas razones, yo dudé mucho de ir a este nuevo recital. De hecho, y por todas estas razones, por considerar que un Pink Floyd sin Gilmour no es Pink Floyd, que, incluso, un Pink Floyd sin Waters es bastante más Pink Floyd, no fui a ver a Waters las veces anteriores que estuvo en la Argentina.

De todas maneras, si la polémica 'ir/no ir' adquiere el carácter de una guerra de sensibilidades, se me hace una guerra muy infantil, una escaramuza de remeras estampadas.

No obstante, lo que me resulta grato de esa guerrita, que evidente e inevitablemente se da, es que es la señal de que 'la cosa Pink Floyd' nos con-mueve.

Mi primer vinilo de Floyd fue The Final Cut. Me lo regalaron unos amigos para mi cumpleaños 16 o 17, ni siquiera cuando era una novedad, sino unos años después del lanzamiento. Pero me lo regalaron porque sabían que me gustaba Pink Floyd. Para ese momento yo ya había visto la película y conocía The Dark Side of the Moon y Wish you were here, aunque no sé en que orden los habré escuchado.

Por muchísimos años, ese disco fue el único registro de Pink Floyd del que fui propietario. Pink Floyd fue, durante mi adolescencia, objeto, soporte y ocasión de conversaciones. Siempre lo escuché de prestado. Recién en los noventas largos me compré The Dark Side of the Moon y Wish you were here, en CD, obviamente. Y no hace mucho, el DVD de la película.

De alguna manera, yo soy conciente de ir a ver este show un poco porque peor es nada, porque hace siglos que esperamos a Gilmour y nadie logra traerlo. Sé que cuando llegue Ese Solo, voy a estar escuchando al pobre guitarrista al que le toca el envite con orejas de 'a ver cómo te sale, pibe'.

Pero eso es 'culto de la personalidad'.

La cuestión es, me parece, que hay otra manera de pensarlo. Se afirma que The Wall es el principio del fin de Pink Floyd, un movimiento signado por una monomanía de Waters que se cristalizará en The Final Cut. Se afirma que los fans de la primera hora se decepcionaron con The Wall. Se afirma que retiraron su afecto con The Final Cut. Se afirma que con The Wall, Waters empieza a parasitar y fagocitar a esa entidad idealizada que llamamos Pink Floyd. Se afirma, además, que incluso la relación entre Waters y Alan Parker durante el rodaje de la película no fue buena, que eran más las diferecias de criterio que las coincidencias, que la película que vemos es una suerte de solución de compromiso, que no es la película que ninguno de los dos imaginaba.

Lo que yo pienso es que The Wall es lo que es (la obra más grande de la sensibilidad rockera, su culminación y su resumen) a pesar de sus creadores, por obra y gracia de lo que sus escuchas hicieron con ella.

O lo que es lo mismo: aunque los millones se los lleve el perfectible individuo Waters, The Wall es nuestra.

Yo voy a ver este show con mi hijo de 12. Lo llevo, no tanto para informarlo de una 'pieza importante de cultura' como para que sepa algo de su padre (qué significa ese signo, será parte de los libros que a su manera escriba él).

Entonces, si algo pasa en la sensibilidad de mi hijo con este show (admito que mi apuesta es grande y la decepción puede ser mucha), si algo que tiene que ver con él y su padre queda inscripto en el registro de 'lo que nos decían los libros cuando éramos adolescentes', entonces, porque es nuestra, The Wall aún vive.

06 marzo, 2012

Montaña rusa


La nena más chica mira el trencito subir, bajar y dar vueltas a una velocidad atemorizante. Arrastrada por el entusiasmo de sus hermanos mayores, se aferra a mi pierna con miedo y fascinación. Me pide upa cuando vamos llegando al acceso de la atracción. Nos sentamos los cuatro en un vagón, los mayores adelante, la chiquitina y yo detrás. No se despega de mi cuerpo y se agarra de la barra de seguridad con toda su fuerza. El trencito arranca. Son exactamente cuatro vueltas, ni siquiera tan vertiginosas, no más de cuatro minutos. Todos gritamos en las bajadas. Mezcla de montaña rusa y tren fantasma, hacemos bromas al pasar junto a un gigante calamar de espuma, debajo de un tiburón enorme. El tren se detiene y bajamos. La beba a upa. Al salir de la atracción, la dejo de vuelta en el suelo.


“Otra vez”, me pide.