29 julio, 2011

Crueldad II

Sólo veo las luces opacas. Escucho los suspiros de Beatriz a mis espaldas y me voy sin mirar atrás. No quiero ver, no quiero enterarme. Sé que está llorando pero piso firme, aprieto el paso, me voy...

Nat había prendido todas las luces de su casa, que destacaban el blanco de las paredes y el amarillo de los almohadones, dispuestos en el suelo para que nos sentemos en ronda. Beatriz me busca, se me acerca por la izquierda y yo cierro conversación con Quique, a mi derecha. Llega Lu, "Lumía". Unos días antes, habíamos vuelto a encontrarnos, después de mucho tiempo. ¿Un año? Creo que dos. ¡Dos años! ¿Y cómo estás? Bien. Sabés a qué me refiero. Si, bien, estoy en pareja, ¿vos?. Nada... te quiero, todavía. Yo también te quiero, no es ese el punto, Lucas. Supongo que no. Ahora, Nat pone música, algo de Diego Frenkel, y trae las pizzas. Beatriz me saca conversación y yo miro a Lu. Beatriz trata de tomarme del brazo. La miro como para matarla. Qué marcás. No contesta. Lu no me dedica mirada. Se sienta cerca de Nat, le desea feliz cumpleaños y se pone a charlar con el Oso, que tiene locuacidad cervezal. Se ríen. El Oso es inofensivo, pienso, inútilmente. La noche pasa. Decido irme y me despido de todos y de nadie, único beso para la anfitriona, que lo termines lindo, nos hablamos. Chau a todos. Yo también me voy, dice Beatriz, dando casi un salto. No sé cómo llegamos a siete y 57, caminando. No sé de qué pudimos hablar todas esas cuadras ni sé como es que Beatriz está llorando y yo me siento frío de frialdad absoluta. No quiero nada con vos. Pero bien que me cogiste. Pero no quiero nada con vos. ¿Es por Lu? No me jodas, ella está en pareja. Pero es por Lu. Por lo que sea: no quiero nada con vos. Me siento mal, creo que me voy a desmayar. No hagas teatro, es tarde y estoy cansado. Te digo que me siento mal. No vas a hacer que me quede con vos desmayándote. Te digo que me siento mal. Pasan varios taxis y no le paro ninguno. Al contrario, doy media vuelta y, frío de frialdad absoluta, empiezo a caminar. Sólo veo las luces de la avenida, el amarillo lúgubre y tembloroso, opaco, suma de todos los haces insuficientes del alumbrado, los negocios y los autos. Escucho los suspiros de Beatriz a mis espaldas y me voy sin mirar atrás. No quiero ver, no quiero enterarme. Sé que está llorando pero piso firme, aprieto el paso, me voy. No me putea, no grita, nada. Si no escuchara su sollozo pensaría que se ha desmayado en serio, al final. Cuando paso por el frente del ministerio, sólo veo el frío halógeno y ya no escucho a Beatriz. En un rato me voy a perder en la oscuridad de Plaza Rocha, habiendo consumado un acto de cobardía y pensando por qué, pudiendo evitarlo, pude ser tan cruel.

26 julio, 2011

Crueldad I

Recuerda. Una vez, un acto de la escuela primaria. De fin de curso, seguramente. Se hizo un sorteo. Cuando sacaron el último número escuchó que decían la cifra impresa en el ticket que tenía en la mano.

Recuerda. Que pensó: "¡Yo que nunca me saco nada!". Una exageración, seguramente. Pero auténtica expresión del tamaño y la ingenuidad de la alegría que experimentaba mientras avanzaba hacia el escenario, esperando recibir, como los anteriores agraciados, libros, lápices, mochilas.

Lo que no recuerda es si le comunicó a alguien, en voz alta, ese pensamiento. Recuerda, sí, los aplausos, el bullicio, un paréntesis en el tiempo y la sensación del vaivén de sus piernas, la misma sensación que tiene ahora al caminar, confusión de acto y recuerdo. Cuando llegó al escenario, le dieron un paquete similar a una caja de zapatos.

Era, efectivamente, una caja de zapatos: la abrió a la vista de todos y encontró unas viejas sandalias de hombre, marrones, tipo franciscanas, sucias y desvencijadas. Recuerda (o todavía siente) en la cara su gesto de desilusión, de incomprensión, de desamparo. No recuerda si miró al que voceaba los números, buscando una explicación, o si buscó la explicación en el borde del escenario, en las luces o en el enorme cuadro de Quinquela colgado en la pared derecha del salón.

No sabe eso, pero sí que escuchó la risa impiadosa del auditorio abalanzándose sobre él como esos vendavales que el pampero sucio decarga en la playa, esa mezcla imprevista de polvo, arena y papeles robados de manos que no vieron venir la nube negra que la tormenta levanta en el horizonte acercándose velozmente, un fugaz aviso que las almas reblandecidas por el sol de enero no están nunca dispuestas a presentir.

Volvió a su lugar entre sus compañeros, muerto de vergüenza y humillación (quizás por eso no recuerda si le comunicó a alguien aquel pensamiento desmesurado), sin lograr explicarse por qué, por qué, pudiendo evitarlo, alguien puede ser tan cruel.

23 julio, 2011

Esto es una lista

O lo que es decir: me hubiera gustado repetir el chiste aquél de “esto no es una” equis cosa, una lista en este caso, sino que es representación o emblema o signo o metáfora de algo que no está presente en la lista o que la lista prefigura.

Sin embargo, esto es sólo una lista: la lista caprichosa de aquellas canciones que yo conocí a través de un cover antes de escuchar la versión históricamente primera u orginal o canónica.

En algunos casos, incluso, tardé años no sólo en escuchar esa versión primera sino en saber, sencillamente, que lo que estaba escuchando, y disfrutando mucho, no era atribuible al artista que de tal forma me lo presentaba.

En esos casos, la tal versión es tan consistente con la estética del artista versionador que la naturaleza de versión no resulta en absoluto aparente para quien no esté informado. Eso para mí es un rasgo que hace a una gran versión.

Aquí va, entonces, mi lista:

Fricción

Y soy de los que creen que Héroes, de Fricción, es una canción mucho más densa que Heros, de una tal Bowie, menardismo en su más alta expresión.

Chili Peppers

Para decir que uno nunca deja de aprender: nunca había reparado en que esto no era de los RHCP, lo supe hace unos días, acá. ¡Por Dios! ¿cómo hubiera podido adivinar a Stevie Wonder detrás de esto?

U2

Yo estaba todavía muy verde y empezando a escuchar música y, leyendo el plegable interno del cassette de una compañera del colegio, me enteré de que esto era de un tal Bob Dylan.

Steve Ray Vaughan

De esta no estoy seguro: no podría afirmar que escuché a Vaugham antes que a Hendrix, porque llegué a ambos más o menos en el mismo momento de mi vida y siguiendo las mismas trazas; la exacta sucesión es irrelevante: Little Wing es en mi cerebro una suerte de imagen de cine 3D compuesta por esta versión y la de Hendrix.

Infectious Grooves

Tampoco creo que pueda decir de esta canción que la haya escuchado primero por IG. Para cuando ellos sacan su versión, la de Bowie había ya sonado por todas partes (¿no fue parte de un comercial de Pepsi?). Es decir: no pude no oír a Bowie. Pero si diría que recién escuché esta canción por IG.

Cohen

En este caso, no me refiero a la canción sino al poema: el original lo leí mucho después de años de amar esta canción, al descubrir que estaba basada en un poema de Lorca.

Hendrix

Cover de cover de cover. De U2 a Hendrix: me tomé mi tiempo para llegar a Dylan.

Primus

Bueno, no exactamente un cover, pero, cuando escuché YYZ, de Rush, mi pensamiento fue "pero esto empieza como John The Fisherman!!!"

Infectious Grooves

Yo a Zeppelin llego muy tarde y casi por una cuestión de "cultura general", como por cubrir un bache o cumplir una obligación. Para entonces, ya había escuchado esta versión, que está en el mismo disco que la de de Fame.

Divididos

Esta es un caso curioso, viniendo yo de una familia donde se escuchaba y tocaba mucho folklore. Pero jamás había escuchado la zamba hasta que Mollo llevó mi atención a ella.

UPDATE y reparación: Frank Zappa

Tarde supe que esto era de los Allman Brothers, banda que no he escuchado. Este tema será siempre el bluesazo de cierre de uno de los discos de Zappa que más me gusta.


Bueno, eso. Subjetividades, que les dicen.

09 julio, 2011

Amor, locura y muerte

"Los hermosos libros, las dos o tres verdades eternas, 
las nuevas verdades transitorias que cambian la vida, 
el sentido absoluto de la vida misma, se nos revelan 
en la adolescencia o no se nos revelan nunca. 
Para comprender una verdad tan sencilla no hay más 
que recordar qué nos decían los libros 
cuando éramos adolescentes."

Abelardo Castillo, en Las palabras y los años, Desconsideraciones.




El recuerdo volvió de improviso hace unos días y he perdido registro del proceso, porque estoy seguro que hubo un proceso, que me llevó a desenterrarlo.

Capturé de él, curativamente, una asociación marginal: era mi primer recuerdo asociado con la literatura.

Después lo perdí. Es decir, y no creo estar diciendo nada que no conozcan, mi mente conservó el recuerdo de haber recordado un viejo recuerdo relacionado con la literatura, pero al recuerdo lo volvió a colocar en ese lugar falazmente seguro donde se soterran los recuerdos insoportables.

Y volvió recién. Puedo ahora, porque escribo en caliente, reconstruir la cadena de asociaciones que, como suelen hacer las asociaciones, levantó la peluda alfombra que tapaba mi recuerdo.

De esa cadena, retengo el eslabón final, la voz y la presencia de Alberto Laiseca contando cuentos de terror.

Entonces: yo tenía doce años. Estaba terminando la escuela y mis padres habían decidido que yo tenía el derecho y el mérito de aspirar a una plaza en el Nacional Buenos Aires.

Durante aquel año, mi último año de escuela, me mandaron, por las tardes, a la salida del colegio, a un instituto privado donde se suponía que me prepararían para el examen de ingreso.

Recuerdo que el lugar (uno de los primeros lugares a los que empecé a ir solo, sin que mis padres me acompañaran) quedaba en el barrio de Flores o de Caballito y lo recuerdo como un lugar no sé tanto si lúgubre o sucio o pobre como decepcionante. Se suponía que en ese lugar yo sería instruído en competencias superiores, en saberes sofisticados.

El instituto pertenecía al maestro de mi grado, un señor pelado y amable, al que todos los pibes queríamos mucho y que jugaba con nosotros los torneos de ping pong que se organizaban en los recreos.

Supongo que para mi sensibilidad de entonces, ese sitio vulgar no podía ser el lugar donde el Maestro preparara a sus alumnos para ingresar al Gran Colegio.

No sabría decir qué, entonces y para mi mente infantil, era lo decepcionante. Recuerdo un tonto y anodino color beige en las paredes, un ruidoso ascensor y sus puertas tijera, un palier mal iluminado, recuerdo viento, luz de tubos fluorescentes y pizarras blancas.

Pero recuerdo un cuento. De todo lo que durante un año me habrán enseñado (matemáticas, supongo, especialmente, porque eran mi punto débil), yo recuerdo un único cuento.

Y hablo del recuerdo, porque el libro, su prosaica materialidad, un fajo de hojas mecanografiadas y abrochadas, aún lo conservo. Tiene aún, muy deteriorada, claro, su tapa de papel celeste que dice, también mecanografiado y todo en mayúsculas "Antología del cuento argentino".

Podría ir, si quisiera, a mirar qué titulos componían la antología, seleccionada por los propios maestros del instituto. Pero comprenderán ustedes que la precisión es ridícula e innecesaria.

Sin importar qué más tuviera, en ese libro está el cuento que hizo estallar en pedazos mi inocencia. Hasta ese momento, yo era lector ferviente de Salgari y Verne. Yo creía que esos, los de aquellas noches en vela siguiendo a Sandokán o a Phinneas Fogg, eran mis primeros recuerdos librescos.

De alguna manera, lo son.

Sin embargo, mi momento de pase como lector vino de la mano de Horacio Quiroga.

Fue La gallina degollada el cuento que me hizo entrever, oscuramente atisbar, qué cosa podía ser cabalmente la literatura.

Supe entonces que la vida no tiene sentido y que la justicia no existe, que todos somos como frágiles e inocentes y delicadas nenas de tres o cuatro años a merced de sus ni siquiera crueles hermanos.

Ahí estuvo para mí ese primer horror insoportable, una forma dura de angustia que apenas si podía entonces comprender o aún menos explicar como hago ahora: los hermanos tontos no eran malvados, no eran crueles, no eran culpables.

Eran, apenas, ni más ni menos, capaces de matar.

Hoy en día, el horror que involucra criaturas me sigue resultando insoportable. Cuando el género noticioso se solaza en esas truculencias, debo apagar o cambiar de canal. No hablo de una suerte de trauma, sino de una sensibilidad persistente que me permite decir que aquél niño de doce años que leía con espanto La gallina degollada soy yo, este mismo, de alguna manera.

Nunca más volví a leer ese cuento. No puedo, y no lo necesito. Sé perfectamente lo que tiene para decirme.

Y Horacio Quiroga ocupará para siempre en mi Olimpo personal el lugar del hijo de una gran puta que reveló una verdad.



Ah. El secundario lo hice en el Colegio José Manuel de Estrada, de la ciudad de Necochea.

07 julio, 2011

El fantasma de Menard

No sé si da para elevar el fenómeno a la categoría de sign ‘o the times, pero no he podido evitar notar en la blogósfera (un énfasis que quizás se explique sencillamente en base a mi peculiar punto de vista) un cierto interés por la cuestión de la “versión”.

Hace un tiempo, yo me entusiasmé con este site y con este otro, que resultó menos interesante qus su Manifesto.

Hace poco, Bardamu, cuyo blog no dedica frecuentemente un énfasis especial a la música y que venía mas bien interesado en el cine, compartió con nosotros su obsesión de una noche de insomnio y nos regaló 28 versiones de I put a spell on you. Más recientemente, recopiló cuatro versiones de Sucio y desprolijo.

Vero ayer colgó a Mimí Maura haciendo R.E.M.

Ahora estoy un poco perezoso como para ponerme exhaustivo. Pero creo que cualquiera que dedique un rato a la faena, podrá encontrar cuantiosos ejemplos de gente que se cuelga con relevamientos, comparativas, agrupamientos, meras colecciones de “versiones de”, especialmente, canciones.

A todos nos fascinan las versiones.

Youtube facilita el ejercicio. Basta poner el título de una canción para tener la posibilidad de aburrirnos viendo mucho, pero realmente mucho, de lo que se ha podido decir a partir de esa canción.

Sin embargo, me gustaría señalar que aunque los ejemplos musicales son tal vez los más obvios, que podríamos incluso decir que la idea de “versión” es más frecuente en la música que en otras artes, la cuestión es más amplia y Vero da con una elegantísima manera de decirlo, en este post.

Vero, señaló, hablando de libros, lo que para mí es el corazón de cualquier versión de cualquier clase de obra: “un libro subrayado ya es una versión”.

Se puede dar vuelta perfectamente el enunciado: una versión es un texto subrayado.

06 julio, 2011

La poética de Google

ya saben:
“el futuro llegó, hace rato”

La línea une a la vieja (porque ya es vieja) ciencia ficción con la actual realidad de las empresas (that used to be) de internet. La línea subraya que durante ¿cuánto? ¿cuarenta? ¿cincuenta? ¿sesenta? años, la ciencia ficción nos explicó que los androides eran máquinas, piezas de hardware más o menos sofisticadas, más o menos antropomórficas.

La línea apunta hacia androides que son otra cosa.

Android es software.

¿Con qué sueñan estos androides?

¿Conocen eso que en marketing se llama la “visión”? Es esa idea que, dicen los marketineros, empuja y moviliza a una empresa hacia el futuro, es una suerte de definición de cómo deberá ser el mundo, normalmente concebido como mercado, tras la acción de la compañia. Los marketineros se dedican a escribir y formalizar “visiones”, que son comunicadas a los empleados como parte de su adoctrinamiento. Fíjense que Google no sólo llamó Android a su sistema operativo sino que llamó Nexus One a su primer teléfono. No hace falta que tengamos acceso al texto pergeñado por los marketineros de Google: su visión tiene, digámoslo así, seis etapas, a contar desde Nexus One, no sé si me explico.

Nota: todas las marcas comerciales mencionadas en este post son propiedad de sus respectivos dueños y se mencionan aquí con carácter informativo ;-)