Liu estaba sentada con la espalda contra la cabina, mirando para atrás. Al volante, yo miraba por el espejo al tipo parado al fondo de la caja de la chata, las manos atadas a la espalda, mudo de rabia. Liu lloraba y yo estaba muerta de miedo. En los ojos de Liu había más pena que odio. Le apuntaba al tipo con una pistola mientras yo le decía que no valía la pena, que no, algo le decía. No sé qué le decía. Nunca recuerdo el detalle de las conversaciones. Él solía decir (me lo había dicho antes, antes de estar ahí parado en la caja de una chata mientras una mujer le apuntaba con una pistola) que eso de no recordar las conversaciones era una de mis características menos femeninas. Creía que me quería, entonces. Pero ahora estaba parado ahí, forcejeando con los nudos que yo misma había ayudado a ceñir. Fue algo parecido al pánico: solté el embrague y dejé que la camioneta saliera como loca.
Todo fue tan simultáneo. Yo aceleraba, Liu disparaba, el tipo caía hacia atrás, al asfalto, no sé si por el tiro o la inercia. Liu se arrodilló y tiró, tiró, tiró. Vació el cargador, por suerte.
Me puteó en chino, en inglés y en castellano, apuntándome con la pistola vacía. Da igual: para qué recordar qué me dijo.