22 noviembre, 2012

Postal

Muchas veces, como hacemos todos, seguramente, he intentado reconstruir o recuperar recuerdos de la infancia. La memoria de mis primeros años es un árbol bastante seco del cual sólo extraigo cada tanto unos pocos frutos no muy jugosos. Son retazos, o más bien postales, casi fotografías y, en muchos casos, ni siquiera auténticos recuerdos sino la reimplantación de un recuerdo a través de un relato de alguien mayor.

Mi madre, sin ir muy lejos. De ella guardo algunos recuerdos, pero sobre todo muchas palabras.

Si algo es mi madre, por ejemplo, es su historia del abuelo gallego. Y esa historia es a su vez vaga e incompleta. Es la historia de mi madre comiendo almejas. Recogía las almejas con mi bisabuelo, en días de caminata por la arena. Ella era un niña de unos cinco o seis años, la edad que tiene ahora una de mis hijas. Caminaba con su abuelo por una playa que podría ser Mar de Ajó, en esa zona donde el mar todavía está sucio de la afluencia del Plata (hay otra anécdota de mi madre que involucra a Mar de Ajó, un destartalado ómnibus de pasajeros y el esfuerzo de mi abuelo, su padre, para ayudar a mover el ómnibus, que se había encajado en la arena).

Caminaban por esas playas, que hace sesenta años habrán sido desoladas y rústicas, y recolectaban almejas. El abuelo las abría vivas, las rociaba con limón y las comía. El abuelo gallego le enseñó a mi madre a comer almejas crudas, lavadas con la misma agua del mar, apenas laceradas un poco por el ácido del limón.

Y yo me pregunto qué habrá sido eso que tanto impresionó a la niña de seis años, qué cosa señaló ese recuerdo de entre el cúmulo de experiencias, si el gesto del hombre, si el acto primal de devorar al animal crudo y todavía vivo, si el sabor fuerte y agresivo del molusco y el cítrico, si el ritual, la coreografía del gesto que imagino (la danza de las manos para despegar la valvas con un cuchillo, apretar el limón, adivinar el reventar de la pulpa, la caída de alguna gota en los ojos de la nena que mira, fascinada, incrédula, al animal reaccionar y retorcerse), si habrá sido el atardecer o la figura del hombre contra el sol, o tal vez el juego, el estar de rodillas en la arena, buscar con la vista los pequeños y redondos agujeros que delatan el lugar donde la almeja se ha enterrado, cavar con la pequeña palita de metal, atrapar al animal antes de que logre hundirse más profundo, cuidar de no romper las valvas con la pala, juntar la cosecha en un balde lleno de agua de mar.

Mi madre nunca contó que se riera entonces. Siempre ha presentado la escena como un momento pleno de felicidad, pero no recuerdo risas en la historia. Aquel hombre, del que sólo sé que juntaba almejas con su nieta y que las comía bañadas en limón, dejó en la niña que después fue mi madre una impronta tan profunda que se concentró en un único acontecimiento, relatado una y otra vez (ahora lo pienso) como cuento para ir a dormir (y afloran recuerdos de mi madre: sentada en un banco, entre mi cama y la de mi hermana, dándole una mano a cada uno para evitar celos y competencias, y contando la historia del abuelo, una historia con tan escasos elementos como aquí los repito: un hombre y su nieta caminan por la playa buscando almejas para comerlas crudas, rociadas con limón). Ese era el cuento. Ese o el de los tres chanchitos, una canción de cuna y a dormir.

Algo fascinante habrá tenido la voz de mi madre. La certeza de una forma del amor, algo próximo al encantamiento causado por un único gesto, una escena simple y acotada, aguda y exigua como una espina, y clavada con igual tenacidad.

Y el cuento pasó finalmente a mi memoria. Aquel inmigrante gallego en las costas del Plata, que imagino taciturno, dejó, diría casi con certeza que sin saberlo, su ciega marca para que una madre la pasara a su hijo. Creo que no fue tanto la historia como la pura voz de mi madre, su inexplicable entusiasmo, aquello inefable que el relato no podía contener pero que la voz revelaba.

Con los años, mi madre formalizó un manifiesto deseo de conocer Galicia. El tiempo le dio la oportunidad. Viajó a España a visitar a una hija, inmigrante de la oleada de los años dos mil. Y fue a Rajó. Y vio las rías. No sé si comió almejas. Honró la memoria de su abuelo, conoció olvidados y vagos parientes.

En las costas del Atlántico argentino hace años que ya no se ven almejas. De chico, yo todavía las juntaba cuando íbamos de vacaciones a San Clemente. Era un juego y la ocasión para que mi madre repitiera la historia del abuelo gallego. Nos divertíamos, mi hermana y yo. No recuerdo haber comido jamás esas almejas. Apenas si recuerdo si alguna vez mi madre hizo con ellas algo parecido a una paella, hirviéndolas, creo, hasta que las valvas se abrieran.

Hace unos días leí en un diario que se habían vuelto a ver almejas en la costa. Pedían a la gente que no las recolectara, para no fracasar su regreso.

En fin. Así son las postales: parece que tienen un origen, una causa o un motivo y, sobre todo, que se dirigen hacia otro, un lugar o un destinatario, pero en realidad son retazos encallecidos de algo que, suponemos, pasó, sin causa ni efecto, sin trama ni desenlace.