"...¿que tu y yo estamos locos, Lucas?.."
Nosotros tenemos conflictos más o menos neuróticos (y eso depende más que nada del observador) Y un rito neurótico que se precie del tal no puede prescindir de palabras mágicas. Nosotros sabíamos que algo fallaba.
Rellenamos entonces los cálices y sobreiluminamos los altares. Nos reunimos varias veces al día a ensayar los rituales, tanto era el temor de fallar cuando llegara el gran momento. Ejecutábamos los movimientos mandados con paranoico placer por los números. Medíamos mentalmente cada milímetro recorrido por nuestros brazos, nuestras piernas, y calculábamos las relaciones mágicas que encierran los números: lográbamos hacer aparecer magistralmente onces, sietes, tres y cada número místico que nos viniera en gana munidos de una matemática rígida como cerebros de monos y falaz como amistades eternas.
Y no parábamos de hablar. Dirigíamos nuestros movimientos con palabras precisas. Recuerdo que recitaste sin pausa 129 intervalos del paso de tu pierna sobre mi hombro y su vuelta a la tierra. Nos sentimos shaolines gigantes que abrazarían los calderos del mundo. Y lo decíamos.
Lo más difícil fue detenernos a recitar los movimientos de la boca recitando. ¡Ahí si nos sentimos aliados! Tuve que aprender tu boca matemáticamente, con la precisión del dibujante de cartoons, y detener mis labios para darte tiempo a seguir mis movimientos. Aprendimos a escuchar para adentro para reconocer nuestras voces y perfeccionamos nuestra habilidad de escuchar para afuera para poder seguir el relato del otro. Creímos tener dos cerebros, cuatro orejas, pero no pudimos tener dos bocas, que era lo que en realidad necesitábamos para poder independizarnos, pero entonces hubiésemos necesitado un cerebro más y otro par de orejas para poder seguir lo que decimos, lo que relatamos que decimos, lo que el otro relata que dice, lo que el otro dice.
Entonces caímos en la cuenta de que de lograr nuestro objetivo deberíamos descartar la teoría de los 90 signos de Pierce, porque eso multiplicaría por noventa por dos los cerebros necesarios para descifrar los noventa signos que componen lo que digo y lo que digo que digo, más otros 180 para seguir lo que vos decís y lo que decís que decís.
Deberíamos tener 363 cerebros. Nos tranquilizó entonces descartar la hipótesis de que el cerebro fuese el órgano de la cognición, suponiendo que cognición e interpretación de los signos fueran fenómenos emparentados (hipótesis, por otro lado, que no pudimos descartar). Pero el espanto ante nuestros cuerpos deformes creció al imaginar la multiplicación de estómagos, piernas, ovarios o testículos, según optáramos por uno u otro órgano del simbolismo.
Para más, me recordaste que no debíamos dejar de lado el par de órganos captores de los signos correspondiente a cada cerebro, que dada la imposibilidad empírica de descartar a las orejas para tal función, nos llenaría el cuerpo de 726 orejas, amén de las 363 bocas, lenguas y gargantas que constituyen el aparato fonador (puesto que no estábamos dispuestos a aceptar la posibilidad de la existencia de intercambio telepático de signos).
Tal configuración anatómica hubiera dificultado seriamente la realización de nuestras coreografías y hasta hubiera podido condenarnos a la inmovilidad, dejándonos sin nada que narrar y afectando seriamente la eficacia de los rituales.
Optamos entonces por sostener una postura animista acerca de la cognición, como corresponde a una buena neurosis.